viernes, 9 de diciembre de 2011

IMÁGENES DE ARCHIVO (1967-1991)


Desde el principio viví como un milagro que la colección de poesía El Bardo se interesara por mi libro y accediera a publicarlo. Antes de eso, el mecanuscrito permaneció casi dos años acumulando polvo en las dependencias de la Editora Regional de Murcia, hasta que mi impaciencia veinteañera lo rescató en un arranque de orgullo y decidió moverlo hacia un par de editoriales, una de Madrid y otra de Barcelona. De la primera nunca obtuve ni un mísero acuse de recibo; de la segunda sí me llegó esa respuesta afirmativa que, no obstante, quedaba supeditada a condiciones financieras ventajosas para ambas partes: a mí no me costaría un duro y a ellos tampoco. Así que acepté el reto; y como me sobraban el tiempo y la ambición y no tenía nada que perder, me apliqué a mendigar la compra anticipada de ejemplares a media docena de instituciones públicas y privadas con las que me ligaba alguna relación literaria gracias a ciertos premios y a ciertas publicaciones, hasta reunir casi dos tercios del presupuesto pactado. Cuando al fin recibí el libro y acaricié sus pastas me asaltaron sensaciones contradictorias que tal vez algún día comparta con el lector en otro espacio, no aquí. En la escena siguiente me veo indagando el prestigio de un profesor, de nombre Javier Díez de Revenga, que accedió a apadrinarlo y que no mostró remilgos a la hora de acompañar a un principiante en la presentación de su obra, lo que se hizo en la sala de una entidad bancaria, una tarde lejana de aquel junio cuajado de esperanza.


¿MI PRIMER LIBRO?

Leído en Murcia, el 15 de junio de 1993


Cuando se me insinuó la posibilidad de presentar este libro (que es el primero que publico, aunque no ópera prima) pensé con desconocido terror en la probable banalidad del acto social que ello comporta, y también, cómo no, en la vaga dosis de exhibicionismo que sin duda lo determina; pues entiendo que el hecho de que sea yo quien está aquí sentado es una circunstancia añadida, otra más, al amplio cúmulo de circunstancias que intervinieron en su escritura y en su consiguiente edición, y no responde sino a la moderna exigencia de vincular la obra al sujeto que la ejecutó y así dotarla de una paternidad, esto es, de legitimar su existencia.

Hecha esta breve captación de modestia, de la que quiero servirme inmodestamente para dar cauce a mis palabras, paso a comentar algunos aspectos del libro que hemos venido a conocer. Advierto de antemano que mi intención no es venderlo (en poesía no hay derechos de autor, y si los hay nunca llegan), ni tampoco pregonar sus virtudes ni silenciar sus flaquezas (que de eso ya se encargarán otros mucho mejor que yo), sino que, con humildad y altivez al propio tiempo, deseo ofrendarlo a los eventuales lectores desde esa zona desapasionada que hoy piso: la de quien engendró una criatura que ya se le ha emancipado por derecho, que ya le resulta casi irreconocible.
Por eso creo que lo que en primer lugar debiéramos preguntarnos es si es lícito, desde un ángulo estrictamente intelectual, que un artista, que un escritor, teorice a posteriori sobre su propia obra, y si es mínimamente rentable escudriñar bajo las faldas volanderas del poema para sorprender y denunciar fatigadas simbologías, trillados artificios o supuestas conexiones desde esa óptica concreta: la del propio autor. Mi opinión, por descontado, es que sí, y ello pese a la previsible sensación de ignorancia que de tal reflexión, o autorreflexión, se desprende las más de las veces, ya que, como es bien sabido, el poema, el verso, siempre dicen o deberían decir más y mejor de lo que uno es capaz de explicar después. Sin embargo, repito, esa labor me sigue pareciendo culturalmente imprescindible, por dos razones: porque toda emanación artística tiende a generar comentarios críticos, desde los cuales se justifica y consolida en tanto que valor de cultura; y porque el artífice de un cuadro o de una pieza musical (también el de un libro) se sabe de algún modo perpetuamente condenado a un destino de aprendiz, y sabe además que el ejercicio de la autocrítica (la más intransigente de las críticas, sin ninguna duda) es arma valiosísima para conocerse a sí mismo y, por consiguiente, para madurar y mejorar en las entregas sucesivas.
Dicho esto, continuaré con una obviedad: el mío es un libro de poemas escrito en lengua castellana; lo que significa, de entrada, la adopción de un código literario y lingüístico muy específico, así como de una tradición de género, cultural, no excluyente, pero sí definitoria. Un libro de poemas que he bautizado con el sintagma o frase Imágenes de archivo, título que incorpora, además, entre paréntesis, dos cifras separadas por un guion: 1967 y 1991. La pregunta es inmediata: ¿por qué ese título tan de telediario de otra época, y por qué ese paréntesis cifrado que acota un espacio temporal de veinticinco años?
Bien, el título no es más que un juego, y juego muy serio, por otro lado, como acaso lo sea todo el volumen. El membrete “imágenes de archivo” apela, al menos, a tres sentidos diferentes, que se superponen en la lectura de modo significativo. Uno, el más evidente quizás, se apropia de lo que durante muchos años fuera moneda corriente en el llamado ente público (Televisión Española), que, como algunos recordarán, cuando no contaba para sus informativos con filmaciones frescas, del día, se conformaba con recuperar cintas antiguas que ilustraran aquello que se decía, advirtiéndolo gráficamente en el margen superior de la pantalla. Una segunda lectura es la que se corresponde con la alusión a la poesía -filtrada pero muy sugestiva- en tanto que tal poesía, pues un libro de poemas (¿cualquier libro de poemas?) comienza y termina siendo eso: un compendio de imágenes, pero de imágenes poéticas, que permanecen archivadas entres sus pastas. Por fin, parece inevitable la alusión al famoso y controvertido axioma, que engloba certeramente a los dos anteriores, cual es el que presume que “una imagen vale más que mil palabras”, para concluir por mi parte concediéndole una verdad tan sólo parcial: sí, de acuerdo, una imagen vale más que mil palabras, pero más, y sobre todo, si se trata de la imagen que es capaz de instaurar verbalmente el poeta.
Respecto a las dos cifras del paréntesis, es claro que se imponen asimismo con un doble significado, casi paródico, mas no tanto. En efecto, suelen los poetas, cuando deciden reunir su obra toda en un tomo antológico, delimitar con dos fechas concretas el concreto espacio de tiempo que esa obra necesitó para ser gestada. Jugando con esa interpretación, probablemente ingenua, he querido yo señalizar (con absoluta seriedad, es cierto) de qué año a qué año archiva imágenes este libro: exactamente, desde 1967 a 1991, o lo que es lo mismo, durante el primer cuarto de siglo de la vida del autor. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que el poemario atiende sin pudor a una pretensión implícita y, me parece a mí, también muy legítima: imbricar autor y obra en un proceso de la memoria que pasa, necesariamente, casi por el autobiografismo (bien que poético), constituyéndose por tanto en un documento de experiencia personal, ahora y para siempre congelada en una sucesión de imágenes, no por casualidad, poéticas.
Así, el libro se nos muestra como creación en movimiento, en paralelo a la propia vida de quien les habla, y se instala sobre una estructura triádica que viene a coincidir aproximadamente con la infancia y sus sueños (en la primera parte), con la adolescencia y ricas contradicciones (en la segunda), y con la juventud y sus sanas rebeldías (en la parte tercera). Si se respeta el orden de los poemas, creo que no será difícil advertir una evolución interna que camina poéticamente desde la transparencia casi cinematográfica de los primeros hasta los típicos poemas de amor (o de desamor quizás), pasando por el verso paródico y por el aforismo; y de ahí a una última sección que acoge una propuesta agitadora, incitadora, no sé si también insumisa (atendiendo a la moda reciente, antimilitarista, del vocablo), propuesta que quiere revelarse en su inconformismo o en su disidencia tácita, y que anhela la complicidad de cada uno de los posibles lectores.
Si en los años setenta los denominados poetas “novísimos” se valieron de un programa culturalista y en la década de los ochenta se ha vuelto a un realismo intimista y a los temas clásicos de la poesía, yo, en este libro, lo que he pretendido es reivindicar esa ausencia de verdadera complicidad (o de provocación abierta, diría) que noto en ambos extremos. Mi voluntad en muchos momentos no era tanto crear el poema como ironizar sin complejos sobre el proceso de creación del poema. No sé si hay algo de vanguardismo o de seudovanguardismo en estos propósitos; seguro que sí, y más si tomamos la palabra “vanguardia” en su estricto significado de reacción contra lo inmediato precedente (o de rebeldía contra el padre, que definió Eugenio D’Ors).
Antes de pasar a leer algún texto que ojalá acierte con el tono general del volumen, no quiero dejar de subrayar una de las citas que lo presiden, concretamente del pensador rumano Cioran, quien en su ensayo Contra la historia escribe lo que sigue: “Un libro debe remover heridas, provocarlas, incluso. Un libro debe ser un peligro”.
Y ahora, con ese buen deseo, vayamos a los poemas, anticipando, eso sí, que son poemas cuyo más alto significado se alcanza en el contexto de todo el conjunto: quiero decir que quizá se aprecien mejor como partes de un todo que como creaciones independientes.

domingo, 23 de octubre de 2011

DICHOSO TÚ, MAESTRO

Yo había descubierto tardíamente la desenvoltura narrativa de Antonio Muñoz Molina gracias al impacto de su segunda novela, El invierno en Lisboa. Ganado por la audacia lírica de su prosa y de su tempo sintáctico impecable, me sentí preso de un hechizo que ha tenido luces y sombras, pero que todavía hoy conserva sus rescoldos. Sin saber muy bien cómo, lo cierto es que se me fue aplazando el momento de acudir a su ansiada ópera prima, hasta que en diciembre de 1990 la adquirí en Madrid. A mi regreso de la capital, Carmen, mi novia, me estaba esperando con la noticia de que ya era licenciado en Filología Hispánica (saqué el latín de 2º curso en la convocatoria de diciembre, después de haber terminado 5º) y, de propina, con el regalo de una dedicatoria en forma de libro: era el Beatus Ille de Muñoz Molina (tercera reimpresión, mayo de 1989). Yo entonces me callé que habíamos coincidido y que ya me lo había comprado; al día siguiente me dirigí a la librería de Murcia y aduje que mi novia había confundido el título, que por favor me lo cambiaran (el que traía de Madrid, pero ellos no lo sabían) por un ejemplar de Beltenebros. Aquella primera novela la terminé de leer el 24 de enero de 1991, y he de añadir que de principio a fin me fascinó el dominio fabuloso de la palabra y de la intriga. Luego redacté este artículo conmemorativo, unos párrafos que noto forzados y en los que hoy apenas advierto el fervor de las seducciones más abyectas.


Gaceta Universitaria, nº 6, Murcia, mayo de 1992

Con casi cinco años de retraso, todo un lustro académico desdibujado en unos cuantos rostros y episodios, ha caído finalmente en mis manos la primera novela -primera en ambición, primera en oficio- del escritor andaluz Antonio Muñoz Molina: Beatus Ille. Dos o tres semanas me han bastado para leer y releer con asombro renovado, según el atinado axioma borgeano, esos párrafos densos y minuciosos cuya única y más legítima vocación es, quizás, reencontrarse con la palabra en su infinita desnudez; dos o tres semanas en desbocado viaje de regreso a un tiempo y a una casa en los que no viví, en los que tampoco el autor pudo vivir, para restaurar con pericia inmaculada y afán detectivesco el tejido sutilísimo de una historia revestida de insospechadas concreciones; dos o tres semanas de exaltación y gratitud.

Ninguna guerra como la nuestra, como la de nuestros padres y abuelos, dio jamás tanto que decir a escritores y cronistas de todos los calibres, ninguna inspiró más motivos para ficcionar la realidad o para comentarla. Muñoz Molina recoge el testigo de la historia desde un ángulo supuestamente marginal, el pueblo de Mágina, más aún, una casa simbólica de Mágina o de todas las Mágina de España, y desmenuza con habilidad pasmosa y recursos de maestro las variantes más secretas de un conflicto armado que nadie ya parece recordar más que para reunir en torno al tema a un nutrido grupo de conferenciantes amiguísimos o para poner título rimbombante a una voluminosa tesis doctoral. Y todo ello sin un ápice de vacilación, o quizás con todo el cúmulo de vacilaciones y de falsedades bien trabadas que constituye el alma y la verdad de la buena literatura.

A mi entender, un arma parecida a la que blandiera don Miguel en su Quijote contra el hartazgo de caballería andante es la que silenciosamente empuña este andaluz de Úbeda, pues su rauda novela acaba siendo -y aquí sí que se torna inevitable parafrasear al Borges más citado-, más que un antídoto contra la literatura propiciada por aquella guerra absurda, una secreta despedida nostálgica. No pretendo edificar tras este aserto otra odiosa comparación que dignifique mi sentir: es tan sólo la intuición felicísima de una noble conexión, o, mejor que eso, el redescubrimiento enfervorizado de una íntima admiración por determinada forma de juntar palabras.

Conocido es el reparo que urdiera don José Martínez Ruiz, Azorín, por boca de cierto personaje, a propósito de la conveniencia o no de los usos comparativos y metafóricos en el género narrativo. Lástima que aquel insigne estilista no pueda leer Beatus Ille, o cualquiera otra de las novelas de su autor, para desdecirse ipso facto o para alimentar la vigencia de tan inusitada regla con el patrocinio convenido de tan alta excepción; porque Muñoz Molina se sirve del recurso con la naturalidad y el celo de un lejano poeta que hubiera venido al mundo a bautizar las cosas. Paralelamente, y sin un atisbo de desequilibrio, el asunto, la trama, se entreteje en aluviones de lirismo arrobador, y en las últimas páginas, cuando ya todo parecía definitivo como un adiós razonable, el que lee y el que narra cabalgan a la grupa sucesiva de impensadas revelaciones, de finales parciales que sólo un verdadero orfebre del idioma y un intrigador empedernido hubieran sabido, al alimón, imaginar.

Dichoso tú, maestro.


domingo, 9 de octubre de 2011

MORIR PARA SER (MIGUEL ESPINOSA)

Era el otoño de 1991 y los profesores de la universidad de Murcia se acordaron de Miguel Espinosa y le montaron un homenaje póstumo, tal vez porque se cumplía una década desde su muerte repentina, tal vez porque ya empezaba a ser conocido y valorado fuera de la Región y había que subirse al carro. Yo participé en ese congreso con una ponencia sobre el erotismo en las Tríbadas, y dio la casualidad de que el periódico atinó imprimiendo este artículo justo el día en que yo iba a leer mis folios en el paraninfo universitario, pese a que lo tenían en sus manos más de una semana. Creo que me salió un texto atrevido, para algunos incluso inoportuno y cargado de insolencia, pero que ya en aquel tiempo daba cuenta de mi espíritu combativo y de una sincera filiación espinosiana. Recuerdo que, antes de acceder al estrado junto al resto de ponentes de la sesión, Victorino Polo, el profesor que organizaba el evento, se me acercó con semblante contrariado y me preguntó de sopetón si era yo “el arrepentido”.


Diario La verdad, Murcia, 19 de noviembre de 1991

¡Albricias! Miguel Espinosa, dos lustros bajo el fértil suelo murciano, ya es escritor; acaso, pregonan sus juiciosos y, al parecer, confabulados mentores, nuestro mejor y más festejado escritor, pues así se ha convenido previa consulta a reputados entendedores de las doctas esferas. Con él se amplía la nómina inconclusa de quienes hallaron fama y loores cuando ya no los ansiaban, y de paso ya tenemos bello nombre y apellido distinguido para echarle mano y abrazo si de letras murcianas se tratare allende las tierras o los mares, que buena falta nos hace.

En todos sus libros -llamarlos novelas es inexacto por incompleto- se muestra impecable y diverso, indagador de mundos insólitos y propios, dueño de una originalidad poco común entre nuestros contemporáneos (con perdón). Su calidad de pionero le acarreará, inevitablemente, con el tiempo, una prole de epígonos -como todas, baldía- sinceros y entusiastas. En lo que a mí respecta, toco madera, pues en verdad que su verbo me seduce.

Leo que han pasado treinta años desde que intuyera Asklepios, el último griego, su relato más lírico, y apenas dos desde que asistiéramos al alumbramiento en editora nacional de La fea burguesía, con gran acogida entre los sabios que más saben. En medio de ambas, Escuela de mandarines, magna sátira del poder, y Tríbada (Theologiae Tractatus), cuya ironía feroz no cualquiera será digno de captar. (Para mayor información, véanse las solapas de sus libros, al alcance en librerías, o la excelente introducción a Tríbada que hace el profesor Gonzalo Sobejano; no hay mucho más). Lo que no deja de extrañar, releyéndolo, es que se haya tardado tanto tiempo en encontrarlo, más aún, que esto haya ocurrido cuando ha dejado de estar entre nosotros. Vivir para ver, morir para ser.

Jorge Luis Borges ha escrito, en un tono muy de Jorge Luis Borges, que la gloria es una incomprensión, y quizás la peor. Él, Borges, la tuvo y la gozó, siquiera desde su envanecida humildad, y por eso fue factible que escribiera eso, ya salvado, hostil y complaciente, dos honestas patentes del artista con genio. Espinosa -si no tan alto, sí al menos tan legítimo- tendrá que conformarse con el orgullo anacrónico de sus deudores y con la mención puntual de algún oportunista de la esquela, que nunca faltan al festín post mortem que de vez en cuando se les brinda. También, y aquí cruzo los dedos y hasta me santiguo entristecido ante la amenaza del suceso, podrá contar también, seguro, con foto, datos biográficos y texto para comentario en un libro forradito que transporten bajo la ternura de su brazo, ya con sol o con lluvia, nuestros hijos inocentes. El destino es siniestro, quién lo duda.

Ahora, la Universidad de Murcia ha decidido -y menos mal, aunque a remolque de la de Salamanca, por supuesto- rendir el merecido homenaje póstumo al autor de Caravaca, congregando a comentadores de todas las castas y colores, quienes, de fijo, contribuirán a la mejor distribución y consumo del “cóctel-Espinosa”, descubrimiento que alguno ya se arroga. Consolémonos pensando que más vale tarde que nunca. También el buitre planea pacientemente sobre el animal agónico hasta que decide arrojarse a por sus restos, alimento codiciado. Sé, y es verdad, que ni yo mismo me salvo de la imagen; pero lo que me preocupa, en fin, y de ahí mi alarma, es la hinchazón artificial y repentina que el asunto cobra por momentos, pues considero fuera de cualquier debate -lo consideraba cuando lo leí por primera vez- el valor universal de la obra legada por este otro Miguel.

El esnobismo es radical, y con frecuencia acaba derruyendo los pilares que lo estatuyeron. Digo que hablar o escribir sobre Espinosa, hoy, en la Murcia de los noventa, se torna sucesivamente esnob, y advierto que el proceso de mitificación no ha hecho más que empezar. Lo grave es que yo mismo me sé secreto instigador del fenómeno. Por eso, casi arrepentido, rezo cada vez que abro sus libros, para que no malogremos la frescura y lozanía de la doncella con nuestras manos ávidas de sustancia literaria y autóctona. Leamos sus escritos y amémoslo si es nuestro gusto, pero cuidándonos muy mucho de endiosarlo a destiempo. El autor ya sufre su condena, inmerecida o no; no vengamos ahora los filólogos, con nuestras bonísimas teorías y mejores intenciones, a perpetuar la incomprensión. Sólo es un aviso. Palabra de lector.

domingo, 2 de octubre de 2011

EL ÚLTIMO TREN

Fue al terminar el verano de 1990 cuando recibí la noticia de que se había premiado un cuento mío, titulado El último tren, en un pueblo de la provincia de Cádiz: me daban 100.000 pesetas y cien ejemplares de la edición. Meses después me llamaron para que fuese a presentar el librito que contenía el texto ganador y los finalistas; la reserva y el coste de la noche de hotel corría de su cuenta. Me puse en contacto con un matrimonio amigo y allá que nos fuimos en su furgoneta. Al acto en el local del ayuntamiento no recuerdo si asistieron más de diez personas, pues San Roque no parecía haberse enterado y los periodistas andaban ocupados en cualquier otro de los muchos eventos paralelos, según se me dijo a modo de disculpa. Yo no quise dejar de leer desde la mesa los dos folios que había preparado. Me escucharon, creo, y luego me llevaron a un restaurante donde nos dimos y se dieron –porque a esto sí se apuntaron los ediles de turno y los inevitables amiguetes de la cosa cultural- la opípara cena a base del mejor marisco, amén de las copas de propina. El derroche fue mayúsculo, no guardaba proporción con la cuantía del premio: ahí empecé a entender que mi relato y yo éramos la excusa necesaria para que pudieran medrar unos cuantos.


BREVE REFLEXIÓN ASÉPTICA

Leído en San Roque (Cádiz), el viernes 26 de abril de 1991

Según reza a continuación del título, este cuento no pretende ser más, y tampoco menos, que un “humilde homenaje a Rulfo”. Bajo el influjo consciente de alguno de sus cuentos lo concebí, hace ahora unos dos años, y mi intención de entonces no era otra que experimentar el monólogo interior emulando la maestría del mejicano. Entendía, entiendo, que la técnica narrativa empleada a veces por el más lacónico de nuestros mejores escritores, Juan Rulfo, es un filón abierto y precioso, por ahora poco y casi siempre mal explotado, y que quizá corresponde a nosotros, los más jóvenes, el recuperar definitivamente la magia de sus textos y la hondura humana de sus personajes.
Mientras lo escribía sentí varias veces el acecho y hasta la persecución de dos notables fantasmas, contra los que el autor poco experimentado no siempre se sabe defender: me refiero al plagio y al epigonismo. No quisiera pecar de inoportuna inmodestia, pero quiero suponer que el hecho mismo de que el relato haya sido premiado aquí, en un certamen para mí bastante relevante, y por un jurado cualificado, parece que me exculpa o me exime, al menos en principio, de las cargas de conciencia que deben conllevar esos dos pecados literarios.
También, en ese mismo sentido, algún amigo escritor ha tenido la honradez de advertirme sobre tan evidente influjo, llegando a asegurarme además, en un alarde de agudeza de la recepción nada desestimable, que la indicación del paréntesis (esto es: “humilde homenaje a Rulfo”) podría salvar al cuento de críticas ulteriores. Yo no lo sé, no soy quién para juzgarlo porque siento que todavía no ha dejado de pertenecerme; pero, en resumidas cuentas, sospecho que mi relato, tanto en su concepción formal como en la disposición del argumento, no echa en falta algún índice de originalidad.
Ya he dicho que lo escribí hace unos dos años, en diciembre del 88, y lo hice además urgido por el calendario, pues mi intención primera fue participar con él en un concurso que convoca anualmente la RENFE. Así que el tema me fue de algún modo impuesto, ya que debía versar sobre cualquier aspecto relacionado con el mundo del ferrocarril, y no se me ocurrió mejor asunto que este de convertir al tren en un objeto cuasi-divino a los ojos ingenuos del protagonista, el cual, por descontado, nunca viajó en él y hasta desconoce su nombre (nótese que siempre se sirve de rodeos léxicos y semánticos para nominarlo). En fin, envié el cuento con la ilusión del principiante y ni siquiera quedó seleccionado entre los diez primeros.

Pero, afortunadamente, yo sé y sabía que el tren del escritor no se detiene en un concurso convocado por la RENFE, sino que quien de verdad siente la llamada de la palabra en forma ficcionada ha de buscar siempre nuevas vías y nuevos raíles. Por eso lo presenté al Letras del Sur, y por eso, dicho sea con la imprescindible dosis de modestia, no me sorprendió en absoluto la decisión del Jurado Calificador, como tampoco me hubiera sorprendido cualquier otra. Y es que los escritores (esto creo que ya lo dijo Faulkner) tenemos la piel muy dura, y hemos de saber estar un poco al margen de la suerte que nos deparen estas decisiones, aunque es claro que no nos pueden dejar indiferentes.

Yo soy de la opinión de que un cuento, como un poema, solo es bueno cuando es capaz de contarse a sí mismo. Si hago válida para el mío esta noble valoración, es claro que sobra cualquier otra explicación por mi parte. Léanlo y juzguen. Sí quisiera advertir, no obstante, que su lectura no es fácil, y no por mi capricho, sino sencillamente porque la mentalidad del protagonista monologante tampoco lo es; he buscado soslayar de algún modo esa dificultad mediante deslices de ironía y juegos humorísticos que quien lo leyere sabrá percibir.

Ya solo me resta agradecer sinceramente a la Organización las atenciones que conmigo ha tenido en estos meses, así como su buena disposición para que la edición del texto fuera la mejor posible. Estas cosas abrillantan el buen tono del Concurso Letras del Sur y el del ayuntamiento que lo promueve. También va en beneficio de la literatura. Confío en que en un futuro no muy lejano puedan ustedes enorgullecerse de que mi nombre vaya unido al de este certamen, del mismo modo en que yo me enorgullezco ahora. Ese y no otro sería el mejor signo de que he seguido trabajando por la literatura, que es, de verdad, lo único que me gusta y me apetece hacer.

sábado, 24 de septiembre de 2011

SPAIN IS AN AIRCRAFT CARRIER

A comienzos de 1991 yo había aprobado el último examen de la carrera y me encontraba con mis ilusiones literarias intactas, pero también muy desorientado en el manejo de mi tiempo y la administración de mis ansias. Para sacudirme la incertidumbre y hacerme notar en la ciudad, se me ocurrió escribir artículos y mandarlos al periódico, a ver si les hacían caso. El que inaugura la serie se publicó el 16 de enero bajo el título “Año 1991, año golfo”, pues por entonces todos esperábamos el estallido de la primera guerra en el Golfo de Persia. Animado por esta ridícula inyección de notoriedad, les envié alguno más que no me admitieron o que hoy juzgo tan irrelevante como el que arriba se menciona. El recorte del que aquí reproduzco -por cierto, con el titular en castellano "España es un portaviones"- ha permanecido veinte años vegetando en un archivador, junto a otros papeles de aquella época.


Diario La verdad, Murcia, 18 de marzo de 1991

Maravillado quedeme, y aun contrito, cuando hace apenas unos días me dieron a leer un curioso informe sociológico, de esos que ahora tanto se estilan, sobre el conocimiento real y contrastado que el ciudadano estadounidense medio tiene de nuestra España. Y, mientras lo leía, fue primero una especie de estupor noble y patriótico lo que me rondó animosamente muy cerca de las vísceras, luego una suerte de espejismo escéptico que poco a poco desembocó -cual calmoso río cuyas aguas ya no inducen a mirarse a narcisos posmodernos- en el ancho océano de las resignaciones.

Más de cuatrocientos años han pasado desde que el monarca Carlos I -V de Alemania- pronunciara esa célebre frase que hoy perdura en la memoria de los hombres como precioso reducto de un pasado inverosímil: “España es un imperio en el que nunca se pone el sol”. Desde aquel entonces, el sol se nos ha puesto tantas veces -quiero decir: ha llovido tanto- que no parece sino que el dicho se hubiera amparado en la leyenda o en el mito para realizarse. Y, ya puestos, se me ocurre que cuando el grande Quevedo miró los muros de la patria suya no hizo más que presentir o adivinar también los desmoronados muros de la patria nuestra. Muchas han sido las definiciones que de este país se han dado, y entre aquella del monarca y la del último caudillo -a saber, una, grande y libre, que ya hay que ser no ciegos, sino hipnóticos sectarios para tragarse tal tríade- hemos visto crecer ranas y sapos en nuestros ombligos como quien asiste cada mañana a la deserción de un mismo sueño.

Resulta que no es que España sea el exótico país de los toreros, del Garcialorca y del Picasso ese que firma las camisetas de las tiendas de turistas; ni es ese imaginario punto en el mapa que no ha mucho solía colgarse de las paredes de nuestros colegios junto a otras reliquias de la Historia; ni siquiera ese ‘culo del mundo’ que algún conciudadano despechado se atreviera a concebir en un propicio instante de lucidez y de poesía. No, lector: es que, sencillamente, el estadounidense medio, y no digamos el extremo, no sabe ni le importa qué leches es España, si existe o si no existe y si alguna vez hubo tal cosa. (Por supuesto, hablo en términos generales; Dios me libre de regodearme impunemente en la ignorancia ajena, que lo que aquí importa es el porcentaje que arroja el susodicho informe).

Pero no quisiera concluir sin una llamada a la esperanza, pues confío en que a partir de ahora, cuando americanos, europeos y españoles nos hallamos aliados en una causa y ante un enemigo comunes, ahora que nuestros jóvenes soldaditos parten hacia la gloria en defensa de los intereses que interesan, ahora que nuestros vastos campos que pisara el manchego son utilizados invariablemente para que los rápidos pájaros made in USA aterricen a su antojo, planeen bonitamente, carguen y descarguen y al fin sigan su vuelo venturoso hacia horizontes más oscuros que el mismísimo petróleo; es ahora, digo, cuando los buenos profesores de geografía e historia de los buenos colegios yanquis tendrán la oportunidad sin duda histórica de empezar a localizar en sus mapas, ante la mirada atónita de sus aplicados alumnitos, esa zona coloreada cuya forma de piel de toro está sirviendo a su ejército, al menos, de muy útil portaviones.