sábado, 24 de septiembre de 2011

SPAIN IS AN AIRCRAFT CARRIER

A comienzos de 1991 yo había aprobado el último examen de la carrera y me encontraba con mis ilusiones literarias intactas, pero también muy desorientado en el manejo de mi tiempo y la administración de mis ansias. Para sacudirme la incertidumbre y hacerme notar en la ciudad, se me ocurrió escribir artículos y mandarlos al periódico, a ver si les hacían caso. El que inaugura la serie se publicó el 16 de enero bajo el título “Año 1991, año golfo”, pues por entonces todos esperábamos el estallido de la primera guerra en el Golfo de Persia. Animado por esta ridícula inyección de notoriedad, les envié alguno más que no me admitieron o que hoy juzgo tan irrelevante como el que arriba se menciona. El recorte del que aquí reproduzco -por cierto, con el titular en castellano "España es un portaviones"- ha permanecido veinte años vegetando en un archivador, junto a otros papeles de aquella época.


Diario La verdad, Murcia, 18 de marzo de 1991

Maravillado quedeme, y aun contrito, cuando hace apenas unos días me dieron a leer un curioso informe sociológico, de esos que ahora tanto se estilan, sobre el conocimiento real y contrastado que el ciudadano estadounidense medio tiene de nuestra España. Y, mientras lo leía, fue primero una especie de estupor noble y patriótico lo que me rondó animosamente muy cerca de las vísceras, luego una suerte de espejismo escéptico que poco a poco desembocó -cual calmoso río cuyas aguas ya no inducen a mirarse a narcisos posmodernos- en el ancho océano de las resignaciones.

Más de cuatrocientos años han pasado desde que el monarca Carlos I -V de Alemania- pronunciara esa célebre frase que hoy perdura en la memoria de los hombres como precioso reducto de un pasado inverosímil: “España es un imperio en el que nunca se pone el sol”. Desde aquel entonces, el sol se nos ha puesto tantas veces -quiero decir: ha llovido tanto- que no parece sino que el dicho se hubiera amparado en la leyenda o en el mito para realizarse. Y, ya puestos, se me ocurre que cuando el grande Quevedo miró los muros de la patria suya no hizo más que presentir o adivinar también los desmoronados muros de la patria nuestra. Muchas han sido las definiciones que de este país se han dado, y entre aquella del monarca y la del último caudillo -a saber, una, grande y libre, que ya hay que ser no ciegos, sino hipnóticos sectarios para tragarse tal tríade- hemos visto crecer ranas y sapos en nuestros ombligos como quien asiste cada mañana a la deserción de un mismo sueño.

Resulta que no es que España sea el exótico país de los toreros, del Garcialorca y del Picasso ese que firma las camisetas de las tiendas de turistas; ni es ese imaginario punto en el mapa que no ha mucho solía colgarse de las paredes de nuestros colegios junto a otras reliquias de la Historia; ni siquiera ese ‘culo del mundo’ que algún conciudadano despechado se atreviera a concebir en un propicio instante de lucidez y de poesía. No, lector: es que, sencillamente, el estadounidense medio, y no digamos el extremo, no sabe ni le importa qué leches es España, si existe o si no existe y si alguna vez hubo tal cosa. (Por supuesto, hablo en términos generales; Dios me libre de regodearme impunemente en la ignorancia ajena, que lo que aquí importa es el porcentaje que arroja el susodicho informe).

Pero no quisiera concluir sin una llamada a la esperanza, pues confío en que a partir de ahora, cuando americanos, europeos y españoles nos hallamos aliados en una causa y ante un enemigo comunes, ahora que nuestros jóvenes soldaditos parten hacia la gloria en defensa de los intereses que interesan, ahora que nuestros vastos campos que pisara el manchego son utilizados invariablemente para que los rápidos pájaros made in USA aterricen a su antojo, planeen bonitamente, carguen y descarguen y al fin sigan su vuelo venturoso hacia horizontes más oscuros que el mismísimo petróleo; es ahora, digo, cuando los buenos profesores de geografía e historia de los buenos colegios yanquis tendrán la oportunidad sin duda histórica de empezar a localizar en sus mapas, ante la mirada atónita de sus aplicados alumnitos, esa zona coloreada cuya forma de piel de toro está sirviendo a su ejército, al menos, de muy útil portaviones.