domingo, 23 de octubre de 2011

DICHOSO TÚ, MAESTRO

Yo había descubierto tardíamente la desenvoltura narrativa de Antonio Muñoz Molina gracias al impacto de su segunda novela, El invierno en Lisboa. Ganado por la audacia lírica de su prosa y de su tempo sintáctico impecable, me sentí preso de un hechizo que ha tenido luces y sombras, pero que todavía hoy conserva sus rescoldos. Sin saber muy bien cómo, lo cierto es que se me fue aplazando el momento de acudir a su ansiada ópera prima, hasta que en diciembre de 1990 la adquirí en Madrid. A mi regreso de la capital, Carmen, mi novia, me estaba esperando con la noticia de que ya era licenciado en Filología Hispánica (saqué el latín de 2º curso en la convocatoria de diciembre, después de haber terminado 5º) y, de propina, con el regalo de una dedicatoria en forma de libro: era el Beatus Ille de Muñoz Molina (tercera reimpresión, mayo de 1989). Yo entonces me callé que habíamos coincidido y que ya me lo había comprado; al día siguiente me dirigí a la librería de Murcia y aduje que mi novia había confundido el título, que por favor me lo cambiaran (el que traía de Madrid, pero ellos no lo sabían) por un ejemplar de Beltenebros. Aquella primera novela la terminé de leer el 24 de enero de 1991, y he de añadir que de principio a fin me fascinó el dominio fabuloso de la palabra y de la intriga. Luego redacté este artículo conmemorativo, unos párrafos que noto forzados y en los que hoy apenas advierto el fervor de las seducciones más abyectas.


Gaceta Universitaria, nº 6, Murcia, mayo de 1992

Con casi cinco años de retraso, todo un lustro académico desdibujado en unos cuantos rostros y episodios, ha caído finalmente en mis manos la primera novela -primera en ambición, primera en oficio- del escritor andaluz Antonio Muñoz Molina: Beatus Ille. Dos o tres semanas me han bastado para leer y releer con asombro renovado, según el atinado axioma borgeano, esos párrafos densos y minuciosos cuya única y más legítima vocación es, quizás, reencontrarse con la palabra en su infinita desnudez; dos o tres semanas en desbocado viaje de regreso a un tiempo y a una casa en los que no viví, en los que tampoco el autor pudo vivir, para restaurar con pericia inmaculada y afán detectivesco el tejido sutilísimo de una historia revestida de insospechadas concreciones; dos o tres semanas de exaltación y gratitud.

Ninguna guerra como la nuestra, como la de nuestros padres y abuelos, dio jamás tanto que decir a escritores y cronistas de todos los calibres, ninguna inspiró más motivos para ficcionar la realidad o para comentarla. Muñoz Molina recoge el testigo de la historia desde un ángulo supuestamente marginal, el pueblo de Mágina, más aún, una casa simbólica de Mágina o de todas las Mágina de España, y desmenuza con habilidad pasmosa y recursos de maestro las variantes más secretas de un conflicto armado que nadie ya parece recordar más que para reunir en torno al tema a un nutrido grupo de conferenciantes amiguísimos o para poner título rimbombante a una voluminosa tesis doctoral. Y todo ello sin un ápice de vacilación, o quizás con todo el cúmulo de vacilaciones y de falsedades bien trabadas que constituye el alma y la verdad de la buena literatura.

A mi entender, un arma parecida a la que blandiera don Miguel en su Quijote contra el hartazgo de caballería andante es la que silenciosamente empuña este andaluz de Úbeda, pues su rauda novela acaba siendo -y aquí sí que se torna inevitable parafrasear al Borges más citado-, más que un antídoto contra la literatura propiciada por aquella guerra absurda, una secreta despedida nostálgica. No pretendo edificar tras este aserto otra odiosa comparación que dignifique mi sentir: es tan sólo la intuición felicísima de una noble conexión, o, mejor que eso, el redescubrimiento enfervorizado de una íntima admiración por determinada forma de juntar palabras.

Conocido es el reparo que urdiera don José Martínez Ruiz, Azorín, por boca de cierto personaje, a propósito de la conveniencia o no de los usos comparativos y metafóricos en el género narrativo. Lástima que aquel insigne estilista no pueda leer Beatus Ille, o cualquiera otra de las novelas de su autor, para desdecirse ipso facto o para alimentar la vigencia de tan inusitada regla con el patrocinio convenido de tan alta excepción; porque Muñoz Molina se sirve del recurso con la naturalidad y el celo de un lejano poeta que hubiera venido al mundo a bautizar las cosas. Paralelamente, y sin un atisbo de desequilibrio, el asunto, la trama, se entreteje en aluviones de lirismo arrobador, y en las últimas páginas, cuando ya todo parecía definitivo como un adiós razonable, el que lee y el que narra cabalgan a la grupa sucesiva de impensadas revelaciones, de finales parciales que sólo un verdadero orfebre del idioma y un intrigador empedernido hubieran sabido, al alimón, imaginar.

Dichoso tú, maestro.


domingo, 9 de octubre de 2011

MORIR PARA SER (MIGUEL ESPINOSA)

Era el otoño de 1991 y los profesores de la universidad de Murcia se acordaron de Miguel Espinosa y le montaron un homenaje póstumo, tal vez porque se cumplía una década desde su muerte repentina, tal vez porque ya empezaba a ser conocido y valorado fuera de la Región y había que subirse al carro. Yo participé en ese congreso con una ponencia sobre el erotismo en las Tríbadas, y dio la casualidad de que el periódico atinó imprimiendo este artículo justo el día en que yo iba a leer mis folios en el paraninfo universitario, pese a que lo tenían en sus manos más de una semana. Creo que me salió un texto atrevido, para algunos incluso inoportuno y cargado de insolencia, pero que ya en aquel tiempo daba cuenta de mi espíritu combativo y de una sincera filiación espinosiana. Recuerdo que, antes de acceder al estrado junto al resto de ponentes de la sesión, Victorino Polo, el profesor que organizaba el evento, se me acercó con semblante contrariado y me preguntó de sopetón si era yo “el arrepentido”.


Diario La verdad, Murcia, 19 de noviembre de 1991

¡Albricias! Miguel Espinosa, dos lustros bajo el fértil suelo murciano, ya es escritor; acaso, pregonan sus juiciosos y, al parecer, confabulados mentores, nuestro mejor y más festejado escritor, pues así se ha convenido previa consulta a reputados entendedores de las doctas esferas. Con él se amplía la nómina inconclusa de quienes hallaron fama y loores cuando ya no los ansiaban, y de paso ya tenemos bello nombre y apellido distinguido para echarle mano y abrazo si de letras murcianas se tratare allende las tierras o los mares, que buena falta nos hace.

En todos sus libros -llamarlos novelas es inexacto por incompleto- se muestra impecable y diverso, indagador de mundos insólitos y propios, dueño de una originalidad poco común entre nuestros contemporáneos (con perdón). Su calidad de pionero le acarreará, inevitablemente, con el tiempo, una prole de epígonos -como todas, baldía- sinceros y entusiastas. En lo que a mí respecta, toco madera, pues en verdad que su verbo me seduce.

Leo que han pasado treinta años desde que intuyera Asklepios, el último griego, su relato más lírico, y apenas dos desde que asistiéramos al alumbramiento en editora nacional de La fea burguesía, con gran acogida entre los sabios que más saben. En medio de ambas, Escuela de mandarines, magna sátira del poder, y Tríbada (Theologiae Tractatus), cuya ironía feroz no cualquiera será digno de captar. (Para mayor información, véanse las solapas de sus libros, al alcance en librerías, o la excelente introducción a Tríbada que hace el profesor Gonzalo Sobejano; no hay mucho más). Lo que no deja de extrañar, releyéndolo, es que se haya tardado tanto tiempo en encontrarlo, más aún, que esto haya ocurrido cuando ha dejado de estar entre nosotros. Vivir para ver, morir para ser.

Jorge Luis Borges ha escrito, en un tono muy de Jorge Luis Borges, que la gloria es una incomprensión, y quizás la peor. Él, Borges, la tuvo y la gozó, siquiera desde su envanecida humildad, y por eso fue factible que escribiera eso, ya salvado, hostil y complaciente, dos honestas patentes del artista con genio. Espinosa -si no tan alto, sí al menos tan legítimo- tendrá que conformarse con el orgullo anacrónico de sus deudores y con la mención puntual de algún oportunista de la esquela, que nunca faltan al festín post mortem que de vez en cuando se les brinda. También, y aquí cruzo los dedos y hasta me santiguo entristecido ante la amenaza del suceso, podrá contar también, seguro, con foto, datos biográficos y texto para comentario en un libro forradito que transporten bajo la ternura de su brazo, ya con sol o con lluvia, nuestros hijos inocentes. El destino es siniestro, quién lo duda.

Ahora, la Universidad de Murcia ha decidido -y menos mal, aunque a remolque de la de Salamanca, por supuesto- rendir el merecido homenaje póstumo al autor de Caravaca, congregando a comentadores de todas las castas y colores, quienes, de fijo, contribuirán a la mejor distribución y consumo del “cóctel-Espinosa”, descubrimiento que alguno ya se arroga. Consolémonos pensando que más vale tarde que nunca. También el buitre planea pacientemente sobre el animal agónico hasta que decide arrojarse a por sus restos, alimento codiciado. Sé, y es verdad, que ni yo mismo me salvo de la imagen; pero lo que me preocupa, en fin, y de ahí mi alarma, es la hinchazón artificial y repentina que el asunto cobra por momentos, pues considero fuera de cualquier debate -lo consideraba cuando lo leí por primera vez- el valor universal de la obra legada por este otro Miguel.

El esnobismo es radical, y con frecuencia acaba derruyendo los pilares que lo estatuyeron. Digo que hablar o escribir sobre Espinosa, hoy, en la Murcia de los noventa, se torna sucesivamente esnob, y advierto que el proceso de mitificación no ha hecho más que empezar. Lo grave es que yo mismo me sé secreto instigador del fenómeno. Por eso, casi arrepentido, rezo cada vez que abro sus libros, para que no malogremos la frescura y lozanía de la doncella con nuestras manos ávidas de sustancia literaria y autóctona. Leamos sus escritos y amémoslo si es nuestro gusto, pero cuidándonos muy mucho de endiosarlo a destiempo. El autor ya sufre su condena, inmerecida o no; no vengamos ahora los filólogos, con nuestras bonísimas teorías y mejores intenciones, a perpetuar la incomprensión. Sólo es un aviso. Palabra de lector.

domingo, 2 de octubre de 2011

EL ÚLTIMO TREN

Fue al terminar el verano de 1990 cuando recibí la noticia de que se había premiado un cuento mío, titulado El último tren, en un pueblo de la provincia de Cádiz: me daban 100.000 pesetas y cien ejemplares de la edición. Meses después me llamaron para que fuese a presentar el librito que contenía el texto ganador y los finalistas; la reserva y el coste de la noche de hotel corría de su cuenta. Me puse en contacto con un matrimonio amigo y allá que nos fuimos en su furgoneta. Al acto en el local del ayuntamiento no recuerdo si asistieron más de diez personas, pues San Roque no parecía haberse enterado y los periodistas andaban ocupados en cualquier otro de los muchos eventos paralelos, según se me dijo a modo de disculpa. Yo no quise dejar de leer desde la mesa los dos folios que había preparado. Me escucharon, creo, y luego me llevaron a un restaurante donde nos dimos y se dieron –porque a esto sí se apuntaron los ediles de turno y los inevitables amiguetes de la cosa cultural- la opípara cena a base del mejor marisco, amén de las copas de propina. El derroche fue mayúsculo, no guardaba proporción con la cuantía del premio: ahí empecé a entender que mi relato y yo éramos la excusa necesaria para que pudieran medrar unos cuantos.


BREVE REFLEXIÓN ASÉPTICA

Leído en San Roque (Cádiz), el viernes 26 de abril de 1991

Según reza a continuación del título, este cuento no pretende ser más, y tampoco menos, que un “humilde homenaje a Rulfo”. Bajo el influjo consciente de alguno de sus cuentos lo concebí, hace ahora unos dos años, y mi intención de entonces no era otra que experimentar el monólogo interior emulando la maestría del mejicano. Entendía, entiendo, que la técnica narrativa empleada a veces por el más lacónico de nuestros mejores escritores, Juan Rulfo, es un filón abierto y precioso, por ahora poco y casi siempre mal explotado, y que quizá corresponde a nosotros, los más jóvenes, el recuperar definitivamente la magia de sus textos y la hondura humana de sus personajes.
Mientras lo escribía sentí varias veces el acecho y hasta la persecución de dos notables fantasmas, contra los que el autor poco experimentado no siempre se sabe defender: me refiero al plagio y al epigonismo. No quisiera pecar de inoportuna inmodestia, pero quiero suponer que el hecho mismo de que el relato haya sido premiado aquí, en un certamen para mí bastante relevante, y por un jurado cualificado, parece que me exculpa o me exime, al menos en principio, de las cargas de conciencia que deben conllevar esos dos pecados literarios.
También, en ese mismo sentido, algún amigo escritor ha tenido la honradez de advertirme sobre tan evidente influjo, llegando a asegurarme además, en un alarde de agudeza de la recepción nada desestimable, que la indicación del paréntesis (esto es: “humilde homenaje a Rulfo”) podría salvar al cuento de críticas ulteriores. Yo no lo sé, no soy quién para juzgarlo porque siento que todavía no ha dejado de pertenecerme; pero, en resumidas cuentas, sospecho que mi relato, tanto en su concepción formal como en la disposición del argumento, no echa en falta algún índice de originalidad.
Ya he dicho que lo escribí hace unos dos años, en diciembre del 88, y lo hice además urgido por el calendario, pues mi intención primera fue participar con él en un concurso que convoca anualmente la RENFE. Así que el tema me fue de algún modo impuesto, ya que debía versar sobre cualquier aspecto relacionado con el mundo del ferrocarril, y no se me ocurrió mejor asunto que este de convertir al tren en un objeto cuasi-divino a los ojos ingenuos del protagonista, el cual, por descontado, nunca viajó en él y hasta desconoce su nombre (nótese que siempre se sirve de rodeos léxicos y semánticos para nominarlo). En fin, envié el cuento con la ilusión del principiante y ni siquiera quedó seleccionado entre los diez primeros.

Pero, afortunadamente, yo sé y sabía que el tren del escritor no se detiene en un concurso convocado por la RENFE, sino que quien de verdad siente la llamada de la palabra en forma ficcionada ha de buscar siempre nuevas vías y nuevos raíles. Por eso lo presenté al Letras del Sur, y por eso, dicho sea con la imprescindible dosis de modestia, no me sorprendió en absoluto la decisión del Jurado Calificador, como tampoco me hubiera sorprendido cualquier otra. Y es que los escritores (esto creo que ya lo dijo Faulkner) tenemos la piel muy dura, y hemos de saber estar un poco al margen de la suerte que nos deparen estas decisiones, aunque es claro que no nos pueden dejar indiferentes.

Yo soy de la opinión de que un cuento, como un poema, solo es bueno cuando es capaz de contarse a sí mismo. Si hago válida para el mío esta noble valoración, es claro que sobra cualquier otra explicación por mi parte. Léanlo y juzguen. Sí quisiera advertir, no obstante, que su lectura no es fácil, y no por mi capricho, sino sencillamente porque la mentalidad del protagonista monologante tampoco lo es; he buscado soslayar de algún modo esa dificultad mediante deslices de ironía y juegos humorísticos que quien lo leyere sabrá percibir.

Ya solo me resta agradecer sinceramente a la Organización las atenciones que conmigo ha tenido en estos meses, así como su buena disposición para que la edición del texto fuera la mejor posible. Estas cosas abrillantan el buen tono del Concurso Letras del Sur y el del ayuntamiento que lo promueve. También va en beneficio de la literatura. Confío en que en un futuro no muy lejano puedan ustedes enorgullecerse de que mi nombre vaya unido al de este certamen, del mismo modo en que yo me enorgullezco ahora. Ese y no otro sería el mejor signo de que he seguido trabajando por la literatura, que es, de verdad, lo único que me gusta y me apetece hacer.