viernes, 13 de septiembre de 2013

LECTURA (PARCIAL) DE UNA TESIS DE DOCTORADO


“No se engañe nadie, no, / pensando que ha de durar / lo que espera / más que duró lo que vio, / pues que todo ha de pasar / por tal manera”. Con esta sextilla manriqueña principié, en febrero de 2006, la presentación de mi libro La sonrisa vertical. Una aproximación crítica a la novela erótica española (1977-2002), título que se constituía en la secuela impresa, definitiva, de una tesis de doctorado perpetrada en su mayor parte durante el verano de 2001. En los años previos, prácticamente desde 1994, había imperado la lectura errática de bibliografías, el miedo a redactar algún capítulo que le fuese dando forma, la incertidumbre y la parálisis de quien no alienta ambiciones académicas en la universidad y, en fin, el abandono intermitente del proyecto. Pero una tarde de mayo supe casi por casualidad que mis créditos se agotaban en poco más de tres meses, y que si no culminaba el trabajo en ese plazo tendría que someterme a nuevos trámites administrativos, incluidas matrículas y reingreso de tasas. Espoleado por la urgencia, leí y anoté veinte novelas eróticas en veinte jornadas, al tiempo que urdí un plan para someterlas a estudio y análisis crítico comparado en cuatro semanas más. En septiembre se encuadernaron las copias requeridas, se constituyó el preceptivo tribunal afín y se fijó fecha para la lectura pública. Nunca antes, ni después, recuerdo haberme reprimido tantas ganas de evacuar como en aquellas tres horas eternas que pasaron entre mi exposición, el sesudo comentario de cada uno de los cinco sabios y las preguntas y respuestas que exigía el protocolo. Sobresaliente cum laude. Almuerzo entre doctores.     




Leído en una sala de la Facultad de Letras
de Murcia, el 30 de noviembre de 2001


Antes de adentrarme con mayor detalle en las singularidades técnicas y estructurales del trabajo de investigación que aquí se presenta, no me resisto a dedicar unas pocas líneas preliminares a esos balbuceos y requiebros, a veces inconscientes, pero sin duda imprescindibles, que se atisban en el origen de cualquier empeño humano, de cualquier empresa, por pequeña que sea, apuntalándola en su concreto o sinuoso devenir y, también, seguramente, determinando la fortuna de sus resultados ulteriores.
Hace, pues, la friolera de catorce años, cuando se iniciaba el curso académico 1987-1988, los azares de mi formación universitaria me condujeron a un aula de estas dependencias y me pusieron en contacto con un profesor para mí desconocido que impartía entonces la asignatura de Semántica, adscrita al programa de 3º de Filología Hispánica. Poco a poco fue surgiendo y afianzándose esa especie de complicidad intelectual que siempre se concierta y prende entre el maestro y el discípulo -si se puede decir así-, de manera que cuando él solicitó de sus alumnos de aquel curso un trabajo final de quince o veinte folios que abordase los aspectos semánticos desde el ángulo práctico de la crítica textual, se me ocurrió -fue una intuición que hoy, aquí, recobra su razón de ser- centrar mis energías en el análisis funcional de unos cuantos títulos de novelas eróticas (o pornográficas tal vez) españolas y foráneas, novelas que yo solía leer a hurtadillas, con el clandestino deleite del adolescente rezagado que alguna vez fui, en los sucesivos cuartos de estudiante que alquilaba en esta ciudad con el dinero generoso de mis padres. Aquel modesto ensayito mío, que aún conservo, forjado a imitación de otro que escribiera el profesor sobre el valor semántico de los títulos en la novelística de Pérez de Ayala, fue, no he de ocultarlo hoy, como ese primer ladrillo que simbólicamente colocan las manos inexpertas de los gobernantes antes de principiar una costosa construcción.
Pasó el tiempo: recogí un título que mis padres, orgullosos, se apresuraron a enmarcar, y una orla multitudinaria para la que curiosamente no posó aquel profesor de Semántica de 3º; facilité mis datos a un funcionario del Instituto Nacional de Empleo e hice el preceptivo Curso de Adaptación Pedagógica para licenciados sin oficio ni beneficio; me declaré objetor de conciencia para eludir el fantasma de la mili; escribí el borrador de dos novelas que nunca vieron la luz y sacié mis perentorias ansias de notoriedad literaria gracias a la confianza de la colección de poesía El Bardo, de Barcelona, que imprimió mi primer libro de poemas; y finalmente me resigné a regresar al pueblo de mi familia tras ese lustro irrepetible de estudiante de Letras. Pero un día, por casualidad -me refiero a esa casualidad que suele regir los asuntos del destino-, mis pasos se volvieron a cruzar con los de aquel profesor de Semántica de 3º, y él me reconoció por mi nombre, y tras interesarse en mis proyectos inmediatos desvió la charla hacia aquel ensayito mío donde se hablaba de los títulos eróticos: él me hizo observar que el del erotismo era un terreno no muy explotado aún por la crítica universitaria, piropeó estratégicamente mis emergentes talentos para la literatura (pues sabía que yo acababa de ganar cualquier concurso de relato en Alcantarilla, en Cádiz o en Jaén) y, en resumen, no le fue demasiado difícil convencerme de que me tenía que matricular en el programa de doctorado de ese bienio y de que debía empezar a trabajar sin más dilación en una jugosa tesis sobre literatura erótica.
Así lo hice, previa consulta a mis mecenas -Antonia Martínez y Federico López, mis padres-, que saludaron la buena nueva y me obsequiaron con su bendición y con sus medios, y presentamos el proyecto, y desde entonces han pasado diez años más, toda una década salpicada de incontables eventos que continuamente se confabulaban como excusas fenomenales para hacerme desistir de mi tarea y arrojar la toalla de mis desvelos: gané una plaza de profesor que me permitía laborar y vivir holgadamente, pero que me quitaba tiempo para proseguir con la tesis; me casé con mi novia y ampliamos la familia, lo cual, ciertamente, me procuraba estabilidad emocional y también otras íntimas felicidades que no voy a detallar ahora, pero que restaba tiempo para la tesis; estudié con desgana los arcanos del código de circulación y presté servicios sociales sustitutorios en un centro de menores, lo que por un lado me validaba para conducir mi propio automóvil y por el otro me convertía en un sumiso ciudadano, pero que me robaba más y más tiempo para seguir atendiendo a aquella dichosa tesis. Así, con amplios períodos de meses y hasta de años, y con la frustración anticipada que anidaba en la incertidumbre, en el no saber si algún día iba a concluir lo que algún día había iniciado, comprendo ahora -y lo digo con una gratitud cuyo extremo no se puede ni se debe tasar en público- que la tenacidad insospechada y el extraño compromiso de aquel profesor de Semántica de 3º han obrado el milagro de poder ver concluido lo que hace solo meses me martirizaba como un imposible, para, así, brindárselo y agradecérselo en este acto, a él, profesor paciente, y también a cuantos de uno u otro modo me han acompañado y me han soportado en el esfuerzo cotidiano.
Paso ya, excusando la peripecia ocasional de este preámbulo, a desbrozar brevemente los principales argumentos y derivaciones críticas que han sustentado mis pesquisas durante todos estos años. Se ha de advertir, no obstante, que en lo que toca al aparato bibliográfico y a la base teorética, imprescindible en una empresa de estas características, el director de la tesis ha insistido reiteradamente (casi compasivamente, diré mejor) en conducir nuestro objetivo por el camino certero de la crítica textual y semiótica, si bien, debo añadir, la rebeldía ya crónica de este doctorando, o tal vez su indómita propensión hacia un concepto de la crítica más intuitivo y menos dogmático, desligado en la medida de lo posible del aparato técnico en que tan a menudo se encorseta la ciencia de la literatura, han propiciado el que finalmente pudieran conciliarse en el texto definitivo las sabias advertencias de aquel con la incurable tozudez de quien les habla. También quiero disculpar, si ello es posible, las numerosas erratas –que, en algún caso extraviado, y esto nos sonroja admitirlo, atentan contra la correcta ortografía del castellano- que hemos detectado con ojos atónitos al rastrear las páginas del trabajo ya encuadernado, signo inequívoco de la celeridad que se nos impuso a última hora en la mecanografía e informatización de todo el proceso, y, por qué no decirlo, signo también de que los duendes de las imprentas existen y de que, algunas veces, sobre todo cuando ya no hay remedio, se confabulan con el diablo para sembrar el mal donde menos falta hace. 

[A continuación, la explicación teórica del proyecto, que podemos eludir].

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