viernes, 13 de septiembre de 2013

TAMBORES DE MORATALLA



Nunca más: eso me había dictado mi orgullo apenas ocho años atrás, aún reciente la experiencia paradójica (o agridulce, esto suena más castizo) de aquel pregón en el que vertí unas cuantas verdades incómodas con motivo de las fiestas patronales de mi pueblo. Pero cuando se te viene a buscar en persona, sin ceder a la neutralidad quirúrgica de un teléfono, y cuando a tu negativa y a tus reparos iniciales se te responde que no, que si te han elegido ha sido a sabiendas de que tú no tienes pelos en la lengua y harás un discurso honesto para decir honestamente lo que te dé la real gana, entonces tus propósitos más firmes se hacen un nudo de vanidad en la garganta y no encuentras otro remedio que aceptar el honor y ponerte en ese mismo instante a indagar en los recuerdos, a reordenar en tu memoria las vívidas imágenes de tu infancia y de tu adolescencia y de tu juventud moratalleras, a pensar las palabras precisas que quieres hilvanar para que una a una fructifiquen en ese texto que será leído de pie, con micrófono y atril, en solemne acto, frente a varios centenares de paisanos. Esta vez no hubo desafectos, y esta vez los de la Asociación de Tamboristas agradecieron el trabajo e incluso nos llevaron a celebrarlo y no olvidaron publicar aquel pregón en un lugar destacado de su revista.



PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE MORATALLA

Leído en marzo de 2004,
 en el Teatro Trieta de Moratalla


Señor Alcalde y demás representantes del municipio, miembros de la Asociación de Tamboristas, paisanos y paisanas, entrañable pueblo, buenas noches: 
Confieso que presentarme hoy aquí, ante ustedes, para pregonar la inminencia en el calendario de la Semana Santa de Moratalla -mi Semana Santa, nuestra Semana Santa- supone ya, de entrada, un gesto de atrevimiento por mi parte, o acaso una dulce temeridad, pues comprendo que las raíces festeras y las tradiciones ancestrales de un pueblo como este, que por fortuna todavía se sabe, se quiere y se siente pueblo, son tradiciones y raíces que no necesitan de pregonero que las pregone, son tradiciones y raíces que se pregonan por sí mismas, cotidianamente, en el día a día de su vivir pausado y en el talante innegociable y en la idiosincrasia de esas gentes -ustedes, nosotros, nuestros hijos, los hijos de nuestros hijos- que, generación tras generación, hacen y hacemos posible la restauración casi mágica de su misterio imponderable.
No obstante, consciente de que no me será fácil expresar y decir con palabras de este mundo lo que nuestra Semana Santa ha significado y sigue significando aún para muchos de nosotros, para quienes la hemos mamado en el sentido más noble del término, he de admitir desde un principio que me siento en deuda con el grupo humano que constituye la actual Asociación de Tamboristas, y en particular con aquel o aquellos que hayan podido indagar mi nombre y sus circunstancias, y que lo han propuesto y lo han designado al fin entre el de tantos candidatos y candidatas tan valiosos y valiosas como pueda serlo yo: sinceramente, no es falsa retórica reconocer, aquí y ahora, que cualquier moratallero y cualquier moratallera, cualquiera de ustedes que me escucha, cualquiera que haya notado alguna vez cómo se le erizaban los poros de la piel al paso de un nazareno dispersando su redoble por una callejuela del pueblo, cualquiera, insisto, es digno de ocupar este sitio de honor, y cualquiera está legitimado para cubrir las exigencias de este papel que hoy, a mí, se me encomienda.
Así que asumo el reto desde la humildad de mi persona, pero también, por qué no, recojo el testigo orgullosamente, gratificado de antemano por la distinción que se me hace y que yo jamás esperé. Confío en que la modestia de mi ciencia y la pequeñez de mis argumentos no desdore el brillo y la solemnidad de este acto que ya se dibuja como pórtico institucional de un rito colectivo, compartido, con el que cada año, cada doce meses, todos los moratalleros recobramos sensaciones que nos pertenecen desde que nacemos y que nos unen hasta que morimos, porque es en esas sensaciones comunes donde precisamente se afianza nuestra cultura de pueblo, y donde se explican asimismo nuestras razones y nuestras sinrazones, nuestros encuentros y nuestros desencuentros, nuestro ser y nuestro no ser; en definitiva, es ahí donde hemos de buscar y tratar de entender el código genético de nuestra identidad moratallera.
Suele decirse que no hay verdadera fiesta sin víspera de la fiesta, y en el caso de la Semana Santa de Moratalla este es un principio que se cumple con creces, pues nos consta que durante varias semanas -digamos meses- no son pocos los que dedican sus mejores afanes y desvelos a la puesta a punto del primer y casi exclusivo protagonista de la fiesta: el tambor. No en balde, y no por casualidad, entre nosotros lo corriente es preguntarnos, por ejemplo, en qué fechas caen este año Los Tambores, o resaltar con júbilo que ya falta muy poco para Los Tambores, o soñar con que les haga buen tiempo a Los Tambores; y es que -vale afirmarlo así, y que nadie se moleste- la Semana Santa de Moratalla no es sino la Fiesta de los Tambores, siempre lo fue, siempre lo ha sido, y nuestro modo particular de celebrarla conserva, a mi juicio, un lejano regusto carnavalero que ni siquiera nos emparenta con las decenas de pueblos del Bajo Aragón, del Levante o de la Andalucía Oriental que, como el nuestro, también hacen sonar sus tambores.
En cuanto al nazareno, tampoco el de Moratalla es como los demás, ya que ni se subyuga a la comparsa ni cede casi nunca a la uniformidad del grupo, sino que se revela ante el mundo absolutamente consciente de su estampa altanera, generoso en gestos, soberbio, ufano de un inopinado privilegio que a menudo se traduce en reto: reto a la autoridad, reto a la fortaleza física y a la resistencia, reto a los recovecos del destino, reto al propio concepto de la vida. Contra lo que algunos entendidos dicen entender, yo no creo que se trate aquí de emular la pasión de Cristo, representada en el sacrificio a veces cruento de cargar con un tambor durante horas y días; antes bien, nuestro nazareno adopta y consume un perfil distorsionador y altivo al propio tiempo, en el que no se atisba ocultación ni voluntad de anonimato. Con capirote de cartón en punta o sin él, mostrando o no el rostro, nuestro nazareno gasta una figura insólita y sin duda pintoresca para quienes nos visitan, un cuadro en discreto coqueteo con la extravagancia de las formas que se cubre de oropeles paganos y de retales y de perentorias insignias que en poco o en nada participan de la pretendida espiritualidad que se gestiona en estas fechas.
Frente a la sobriedad del culto cristiano que emana de los templos; frente al efectismo pasional que se incauta del paso riguroso de los cofrades en procesión; frente a la mística y al recogimiento devoto y a la paradójica parafernalia con que se escenifica muchas veces el martirio y la crucifixión de Cristo; frente a la espectacularidad de los desfiles que se suceden estos días bajo acordes fúnebres en tantos pueblos y ciudades de España; frente a todo eso, aquí, en Moratalla, en el pueblo que nos vincula, lo que se adivina y se vive es otra cosa bien distinta. Aquí, en Moratalla, me parece a mí que obedecemos a la glorificación del exceso y a la celebración sin concesiones, y lo hacemos mediante una fórmula particular, vitalista, consagrada a una estética donde se apuesta por lo informe y donde triunfa lúdicamente una modalidad del caos. Aquí, pertrechados en nuestro antiguo individualismo y sedientos de anarquías sensitivas, renunciamos al lucimiento corporativo de una imagen procesional y a sus aristas cortantes, apolíneas, y trocamos todo ello por el desacuerdo que impera en la confección de túnicas y capirotes y en la forma de llevarlos, y por supuesto lo trocamos por el libre albedrío de nuestro toque, de ese toque característico que nos distingue dondequiera que vamos con nuestros tambores y que se constituye -insisto- en una suerte de homenaje colectivo al estatuto soberano del caos, un caos armónico -si se admite decirlo así-, un caos resuelto a medio camino entre la música y el ruido, mas sin someterse a uno ni a otra, un caos dignificado en una especie de limbo del sonido donde nunca falta el ritmo, ni la secreta cadencia, ni la pausa oportuna, y donde la suprema habilidad del buen redoble juega con la intensidad en altos, medios y bajos, y con los tempos lentos y rápidos, hasta cautivar cuerpos y almas con una embriagadora espiral que centrifuga cuanto alcanza.
Dije que no hay fiesta grande que no tenga sus vísperas, y he de añadir que las vísperas de los tambores duran lo que dura el proceso artesanal de fabricarlos, desde que las pieles se ponen a remojo y se afeitan y se ajustan al cerquillo y se dejan secar, hasta que la más o menos reciente novedad de los tornillos da el último apretón, la última vuelta. Y, si hablamos de vísperas, no quiero pasar por alto para ustedes que a mí, al pregonero de esta noche, me vinieron a nacer justo en mitad de un mes de enero, en una calle de nombre Palomar Bajo, y resulta que -por el favor inescrutable de ese destino que al redactar estos párrafos se me antoja profético- en esa misma calle, a tan sólo unos metros de mi puerta, tenía instalado su taller de tambores el Antonio El Belenes, en un recinto bajo que, si bien recuerdo, era propiedad del Pepe del Motocarro. Así que, puesto que vi la luz con quien me la dio -mi madre- a eso de la media tarde, no es descabellado conjeturar que los primeros sonidos que me brindó la vida fueron probablemente los de algún redoble extraviado en los laberintos de mi desmemoria. Dicho de otro modo: yo cumplí mis primeros meses y mis primeros años olfateando la promesa cercana de las pieles de cabra y de las pieles de oveja, y fui creciendo sin apenas darme cuenta en ese ambiente próvido de chimenea de leña y de patata asada y de bota de vino que a los críos nos mandaban a reponer en cualquier bar, y se me fueron acostumbrando las orejas a las voces cascadas y a las toses rancias de nicotina de aquellos hombres que entonces me parecían enormes y que se pasaban noche tras noche, entre porrazo y porrazo al tambor, hablando en su jerga de cerquillos, cordeles, aros, cajas, bordones, tripas, llaves, vueltas, cinchos, palillos, etc.
Poco más tarde -yo ya tendría seis o siete inviernos- El Belenes trasladó sus arreos a la antigua casa del Tío Tieso, pegada pared con pared a la nuestra, y en torno a ese local de módicos atardeceres prosiguió el trasiego diario de gentes que venían a dejar sus viejos tambores o a encargar otros nuevos, y que luego volvían para verlos ya armados y apretados, y para probarlos entre trago y trago y casco de patata asada, y para llevárselos de aquella calle Palomar Bajo que hoy no puedo menos que mitificar para ustedes, una calle que los muchachos de aquel entonces colonizamos y poseímos casi con atrocidad compulsiva, palmo a palmo, de luz a luz, ávidos y libres y despreocupados como sólo los muchachos de aquel entonces podíamos y debíamos serlo. Recuerdo el dibujo exacto de cada fachada, los balcones, los escalones, los zócalos de grava y cemento, los callejones a oscuras, los surcos de la lluvia en la tierra. Lo recuerdo todo, sí, con esa necia nitidez emotiva que solo de vez en cuando se impone y reverdece en la memoria cansada del adulto, de este adulto en el que evidentemente ya me he convertido. Cierro mis párpados y puedo aún distinguir el trecho desde el Poyo Rastrojo al Poyo de La Morena, y si los mantengo cerrados un momento desfilan ante mí los sucesivos rostros de un ayer marchito que se grabaron para siempre en mi retina de niño y que han sobrevivido perezosamente en cada uno de sus nombres con artículo y también, cómo no, en cada uno de sus apodos, para que hoy, aquí, en esta velada propicia, aquel que entonces fui sienta la necesidad de rescatarlos para ustedes de las fauces feroces del olvido: el Tío las Coles, el Juan Domingo y la Ramos, el Ángel el Cabañil y la María la Feliciana, el José el Chole y la María de la Posada, el Juan el Zapato y la Dolores la Virgen, la María Jesús del Candelo, el Pepe el Peña y la Sacramentos, la María del Rojo, la Morena, el Manolo o la Juana la Gaspara; y también familias enteras que se fueron ampliando a la par que la mía, como aquella del Bautista, o la del José el Vici, o la del Jesús del Llano, o la de la Carmen del Picante, o la del Pepe el Roto. Es sorprendente pero los recuerdo a todos, y sus ojos de entonces me miran como si no hubieran pasado ya treinta años, quizá porque todos y cada unos de ellos han sido y han fijado la verdad íntima de aquella calle que yo pisaba con voracidad de niño tímido, mientras El Belenes seguía con el trajín de sus pieles y con el arreglo de sus tambores, y mientras los números del almanaque discurrían sin tregua hacia la mañana del Jueves Santo, de cualquier Jueves Santo.
Esa mañana Moratalla ve surgir poco a poco a los nazarenos, que pintan sus calles y plazas con la cartografía proverbial de un arcoíris dinámico, y Moratalla escucha esa mañana el rumor creciente de oleadas de tambores en una sintonía de confusiones que finalmente cristaliza en un amplio y legendario sonido. Mi primer y único tambor fue uno de 35 centímetros, de cordel, que mis padres me compraron sin haberlo pedido, junto con una túnica granate, de costuras y botones amarillos, que me hizo una modista de la calle de Santa Ana. Aquel 35 de cuerdas lo toqué durante muchas temporadas, y le rompí más de una piel en aquella misma calle donde sucedió mi infancia, entre el estruendo ensordecedor de otros muchachos y los ecos que nos atronaban desde las dos plantas con balcones del Belenes. Otras veces me aventuraba en excursión con mi primo Fede, que ya en aquella época tenía su flamante 40 de tornillos, y nos íbamos a la Glorieta o a la Plaza de la Iglesia para regresar al rato sudando a mares y con amplias ampollas en las palmas de las manos. Y así, yendo y viniendo, subiendo y bajando con el tambor a cuestas, se nos pasaban las horas del Jueves Santo y luego las del Viernes Santo, y casi nos daba pena que se acabara el Domingo de Resurrección, porque sabíamos que, ya sí, había que desarmarlos hasta el año siguiente. Y así, yendo y viniendo, subiendo y bajando con el tambor a cuestas, pasó cada Semana Santa de nuestra niñez, y cada Semana Santa de nuestra adolescencia y de nuestra juventud, hasta alcanzar a esta de 2004 que ya tenemos en puertas y que -así lo entiendo yo- se resuelve en cada una de las otras como el reverso mágico de una fotografía amarilla en la que de pronto descubrimos que, lamentablemente, ya no somos los que fuimos ni están todos los que estaban.
En fin, no quiero concluir sin agradecer de nuevo el que se me haya brindado la oportunidad de recordar, para mí y para ustedes, esta fiesta nuestra de los Tambores de Moratalla, y espero que la sinceridad y el sentido tono de mis palabras contribuya, siquiera sea moderadamente, a pregonar el genuino encanto y la excepcionalidad que destilan nuestras tradiciones. Sé que la Semana Santa que hoy siento pertenece a otro tiempo y a otra calle, acaso a otra persona que ni siquiera es ya quien les habla; pero sé también que jamás volveré a recuperarla con tanta vehemencia y precisión como esta noche en que, misteriosamente, puedo escuchar en la distancia los golpes secos y el afanoso redoble de aquel niño en aquel tambor de 35 centímetros, de cordel aún, que, extraviado en el desván de la nostalgia y en otros desvanes que no digo, solían apretar cada año, año tras año, las manos curtidas y diestras de mi padre.
Muchas gracias.

No hay comentarios:

Publicar un comentario