miércoles, 30 de octubre de 2013

ACERCA DE LA LECTURA



Entiendo que la autoridad educativa no quedó demasiado descontenta con mi contribución al programa “Escritores en el aula”, ese que me llevó a peregrinar con mis papeles por unos cuantos colegios de primaria, entre la costa y la montaña, pues en efecto, transcurrido un tiempo, alguien volvió a citarme para que actuase de ponente en unos encuentros bajo el lema “Lectura y familia”. Tendría que hablar, me dijo, de mi formación lectora y de la importancia que para mí tienen y tuvieron los libros, y dejar entrever, de paso, de qué modo aquella inquietud casi remota se había trasladado después a mis afanes literarios y a mi particular universo creador. El público se nutriría de padres y madres, pero sobre todo de profesores en activo (tal vez ávidos de horas para justificar el sexenio) que hubiesen comprometido su asistencia a una de las tres sedes que se me asignaron (en Bullas, Caravaca y San Javier, si mal no recuerdo). Admito que disfruté mucho redactando este ineludible capítulo de mi autobiografía, y me reservo la sospecha de que tanto las exposiciones orales como los debates que siguieron alentaron cierta curiosidad en los respectivos auditorios.


LEER PARA VIVIRLA
En Lectura y familia, VVAA, pp. 195-209,
Consejo Escolar de la Región, Murcia, 2009.

Escrito en marzo de 2009

Quiero comenzar esta charla partiendo de una obviedad: cuando los seres humanos somos arrojados del confortable útero de la madre y manos extrañas cortan el cordón que nos vinculaba a su sangre, ni conocemos los signos ni los necesitamos para seguir respirando el aire nuevo de la vida, y esto porque, por definición, la razón de ser de cualquier signo no es otra que significar, o lo que es lo mismo, representar de otra forma una parcela de mundo, traducir a un código paralelo la realidad circundante, poner cierto orden en el bazar de las cosas que percibimos a través de nuestros sentidos. Pero resulta que en aquel instante originario, y quizás en las primerísimas horas o días de la existencia, ese mundo inmediato y la realidad que lo contiene todavía se bastan a sí mismos en la plenitud adánica del ser, no precisan de ningún auxilio externo porque tampoco necesitan decirse; para el bebé, cada nueva cosa que va percibiendo es exactamente lo que es y no consiente que se le adjudique ningún mote, ninguna etiqueta, cada objeto y cada estímulo se postulan ante la criatura siendo en sí mismos y por sí mismos, sin noción de tiempo ni de espacio, con una certeza fundamental que repudia la intervención de esos intermediarios que sin embargo ya acechan, los signos.
Y ahora, si me lo permiten, voy a continuar con otra obviedad que se desprende de aquélla: durante las primeras semanas y meses, los hombres y las mujeres nos vamos empapando de gestos y sonidos propagados por los rostros de los seres más próximos, sonidos y gestos que luego tratamos de imitar y que finalmente repetimos ante el regocijo unánime de los ojos que nos miran, orgullosos y cómplices, porque en ese acto reflejo confirmamos que estamos aprendiendo la correspondencia entre los signos y la parcela de realidad que los signos significan, y ello aunque no sepamos aún que ese breve balbuceo de sonidos primigenios puede quedar registrado mediante extraños dibujitos que se suceden en el espacio reglado de un simple papel o de una pantallita de ordenador. Estoy hablando de un milagro tan básico, tan asumido, que a menudo se nos olvida su papel determinante en la historia de la Humanidad: el milagro de los veintitantos fonemas/letras que entre vocales y consonantes combinamos para formar sonidos/sílabas, el milagro de las sílabas que a golpes de voz se articulan misteriosamente en grupitos autónomos denominados palabras, el milagro de las palabras que se buscan unas a otras y se asocian para producir grupos mayores y unidades oracionales, y luego los párrafos, y más allá los fragmentos o capítulos, y al fin textos autosuficientes que jamás saciarán la infinita red de posibilidades expresivas que atesora el lenguaje. Sí, el lenguaje: he aquí, a mi juicio, el milagro en que se asienta todo nuestro devenir de hombres y mujeres, una maravillosa heredad que apuntala la inteligencia y que halla en el objeto-libro su instrumento necesario, sin el cual no seríamos lo que somos ni estaríamos en este aquí y en este ahora; me aventuro a añadir que no estaríamos en ninguna parte, yo al menos no estaría, pues si por un lado albergo la convicción intelectual de que ha sido gracias a los libros que las mujeres y los hombres de este planeta hemos sobrevivido como especie dominante, por otro lado -y ésta es una evidencia emotiva que rehúye todo efectismo dramático-, por otro lado he de admitir, decía, he de confesar en este foro, que los libros, a mí, sí que me han salvado la vida unas cuantas veces.
Yo llegué a una casa de familia humilde en la que el libro era un lujo muy caro para quienes, abocados a ganarse el pan de sol a sol, cada día sin descontar ninguno, el hombre entre los surcos de la tierra y la mujer en mil labores sin fin, nunca pudieron conocer el descanso completo del domingo ni la quincena de vacaciones en verano. Por unas o por otras causas, mis padres dejaron de pisar la escuela a los ocho o nueve años, justo cuando las circunstancias decidieron que ya sabían leer y escribir lo imprescindible para no aparecer en la estadística de analfabetos de la posguerra española, que ciertamente no lo son porque conocen las letras del alfabeto y escriben lo que se les mande escribir con un tesón que se adhiere a la caligrafía desacostumbrada, sobre todo cuando dibujan nerviosamente su firma en presencia de un extraño, pero de ahí a poner un libro en sus manos y pretender que comprendan y disfruten el misterioso andamiaje de los signos escritos hay un larguísimo trecho, casi un abismo. Así que, como dije, yo nací en una casa huérfana de libros (tampoco había televisión, por cierto: creo que pertenezco a la última hornada de muchachos que ni fueron alumbrados en una fría sala de hospital ni crecieron mirando las imágenes del televisor), y los pocos volúmenes que empezaron a entrar, aparte de los consabidos pulgarcitos, caperucitas, cabritillos engañados y pastorcillos embusteros, fueron aquellos que alimentaban mis iniciales inquietudes bajo el extraño modo de los manuales para escolares que yo manoseé con la fruición exclusiva de un niño ensimismado y tímido, manuales cuyas escasas ilustraciones conservo todavía en algún dominio de mi retina, y cuyos fragmentos de textos de los clásicos castellanos puedo todavía recitar con un ligero estremecimiento de gratitud, con una punzada de vértigo al adivinarme a mí mismo, hace más de treinta y cinco años, leyendo y volviendo a leer frente al fuego de la chimenea el romance de la loba parda, o el del rey don Sancho en el cerco de Zamora, o el de un portugués que asombrose al ver que en su tierna infancia todos los niños en Francia supieran hablar francés, o aquel otro del prisionero triste y cuitado que vive en esa prisión sin saber cuándo es de día ni cuándo las noches son sino por una avecilla que le cantaba al albor.
Mis padres, lo he dicho y lo repito, no eran lectores, nunca lo han sido ni siquiera de periódicos, y quizás por eso durante mucho tiempo le adjudiqué a la compra de la prensa diaria un halo aristocrático lejano, un dispendio más propio de los ricos que se sentaban en la puerta del casino, era como fumar puros muy gordos o dejarse afeitar por la navaja de un barbero o salir a comer a un restaurante, hábitos que hoy se nos antojan de una cotidianeidad universal, pero que en la cultura del trabajo físico y de la contención de gastos que observé en mi entorno alcanzaron la categoría de los pequeños lujos. No obstante, sin ser lectores ni poseedores de libros, he de matizar que siempre percibí en ellos, en mis padres, y también en mis abuelos, una curiosa veneración por la letra impresa, ya el modo de pasar las hojas humedeciéndose los dedos en la lengua convertía la escena en un ritual anacrónico, como si ese universo vedado que para ellos encerraban los libros hubiese afirmado la fortaleza ilimitada de su misterio y vivieran fascinados por la posibilidad de que su primogénito -yo- pudiera resarcirlos al fin de su propia ineptitud. Y no he de ocultar que una tendencia natural, acaso innata, potenciaba en mí la apropiación del libro como un objeto mágico, depositario de una dosis de felicidad futura que el subconsciente me iba demandando con ese resto de coleccionista selectivo o de bibliófilo en ciernes que aún perdura cuando entretengo mis ocios en una librería o paseo los ojos y las manos por mi propia biblioteca: esas tapas suaves con la promesa de su título y esa textura de las páginas con su ristra de palabras por descifrar se alzan aún hoy, como se alzaban para el niño que fui, como la consagración definitiva de otros mundos posibles que existían paralelos a éste, maravillosos ámbitos de la imaginación donde habría de triunfar no el tedio de lo que llamamos la realidad, que es lo que ha sucedido o está sucediendo y se sabe de testigos que viven para contarlo, sino el enigma impenetrable de lo soñado o imaginado, de lo fingido, de lo inventado, de lo que podría o pudo suceder en algún nudo inaudito entre lo pretérito y lo futuro.
Poco a poco, alrededor de los diez o doce años, la lectura se fue convirtiendo para mí en un aliado perfecto de la timidez, en una preciosa seña de identidad que mi ego esgrimía en secreto frente a las hostilidades de la propia vida. Mientras mis amigos deambulaban sin rumbo por las salas de futbolines del pueblo o derrochaban las horas interminables de la siesta jugando a las cartas en cualquier callejón y hablando de cosas que no me interesaban, yo me refugiaba en la discreta intimidad de las antologías para escolares leyendo adaptaciones de clásicos como Juan de Timoneda o Samaniego, o fragmentos de vocación didáctica que no eludían el alarde de buen humor y la ironía asequible, como aquel de Juan Valera en que se produce un equívoco por la mala memoria del negrito cuyo señor no estaba en casa, o ese otro pasaje en que un tal Lázaro y el primero de sus amos acuerdan comerse las uvas una tú otra yo, hasta que el sagacísimo ciego muda el propósito y torna a coger dos uvas en cada turno, para con esta argucia acabar sentenciando al pequeño Lázaro, quien, sin duda, lo había estado engañando, pues si viéndolo tomar dos se callaba es porque él desgranaba el racimo, como poco, de tres en tres y aun de cuatro en cuatro. Recuerdo que por aquel entonces me hice socio de la recién habilitada y mal abastecida biblioteca municipal, y que lo que más saqué al principio eran biografías ilustradas de héroes patrios como Rodrigo Díaz, el Cid Campeador, y de aventureros como Marco Polo o Cristóbal Colón, y de conquistadores como Hernán Cortés o Pizarro; y casi sin darme cuenta, sin nadie que asesorara mi incipiente inclinación ni discriminara para mí las historias reales de las historias fingidas o ficticias, di el paso al Sandokán de Emilio Salgari y luego a las novelas de Julio Verne, lo que se tradujo a la postre en un gesto definitivo, porque en ese salto aparentemente sencillo e impremeditado de Colón a Sandokán o a Miguel Strogoff yo no supe acusar distancia, de hecho me parecían figuras de una misma estirpe, fabricadas con el mismo barro, y es tal vez por eso que, conforme he ido creciendo en la vida y en los libros, tanto mis lecturas favoritas como mis obsesiones cuando me pongo a escribir suelen converger a menudo hacia ese límite difuso que une y separa la verdad de la mentira, o mejor dicho, hacia esa maravillosa tierra de nadie donde la única gran verdad, la Verdad con mayúscula, es la que resplandece tras las pequeñas mentirijillas que van tejiendo la mecánica de la ficción. ¿Quién, después de leerlo, se atrevería a afirmar que El Quijote es mentira, o que es mentira La Regenta o La casa de Bernarda Alba? ¡Cuántos quijotes y regentas y casas como la de Bernarda Alba habitan en lo más profundo de nuestro ser, y sólo leyéndolos conseguimos percatarnos de su presencia! Mentir es ocultar o falsear la realidad con fines torcidos; pero en el caso de los libros el proceso es otro, justamente el inverso, ya que el objetivo último de una obra de cultura y de arte es alumbrar la realidad, verificarla mediante el ejemplo universal para convertirla en explicación de lo que somos, que es la esencia del mito.
En alguna parte he escuchado que el escritor y el lector habitan dos soledades simétricas, y que el uno y el otro se retroalimentan y se necesitan como el día y la noche, ya que entre ambos urden la madeja de la literatura aunque sólo al primero le sean dados los honores. Pero, siendo importante el autor porque reúne en sí unos talentos y lo asiste además el tesón para ejercitarlos, hemos de admitir que sin la otra parte, la del lector, el libro está clínicamente muerto. Entiendo, pues, que hay que reivindicar bien alto y en todos los foros el papel fundamental que el lector representa para que el libro viva, para que el libro sea algo más que un lomo encarcelado en posición vertical, a juego con la estantería. Y a las generaciones de jóvenes que sufren el disparate de las programaciones repletas de contenidos inabarcables, lejos de atormentarlos de aquí a la eternidad con el estudio de las características generales de la literatura renacentista o con la retahíla de artefactos retóricos esgrimidos en sus sonetos por los quevedos y los góngoras de turno, habría que inculcarles desde pequeñitos, en las escuelas y en las casas, algo tan meridiano como esto: que cada uno de ellos es importante para la literatura, y que lo es como pueda serlo el mismísimo Cervantes, porque sin el concurso de cada uno de ellos a don Quijote no habrá quien lo levante de la cama, y sin cada uno de ellos don Quijote no se pasará las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, ni se hará armar caballero en una venta que semeja un castillo, y no saldrá a los caminos polvorientos de La Mancha, y no buscará aventuras ni dialogará con su escudero; es decir, que don Quijote no podrá vivir ese destino suyo que al mismo tiempo es el nuestro, el de cada lector individual que lo toma en su regazo y le hace hablar de nuevo. El lector es una especie de Cristo acercándose a Lázaro y susurrándole al oído que se levante y ande. Así, el libro recupera sus constantes vitales cuando unas manos ávidas lo sacan de su hueco en el nicho-biblioteca y lo abren por la primera página para que unos ojos soberanos comiencen a desentrañar su secreto más íntimo, y entonces las palabras respiran a través de esos ojos, y se iluminan a través de quien las descifra e interpreta. Para entendernos, es algo similar a lo que sucede con la música: todos sabemos que las notas que escribió Mozart están dispuestas en el pentagrama, pero ahí, en el pentagrama, todavía no se oye la sonata, todo está en un silencio calmo, esperando desde ese hábito de la paciencia que sólo lo verdaderamente sublime sabe gestionar, hace falta un lector de notas en el pentagrama, se necesitan los dedos sensibles de un lector muy bien entrenado que sepa llevarse las notas a su piano para que otra vez triunfe en el aire el milagro de la música: es imprescindible que acuda a su rescate un intérprete, un seductor seducido.
Pero hay una cuestión que me asedia desde que emborroné el primer folio de este discurso y que a esta altura me apetece compartir con ustedes, una pregunta bastante elemental que he ido retrasando sin darme cuenta, seguramente porque intuyo que no me será fácil hallarle una sola respuesta: ¿en qué momento y en qué circunstancias de la educación literaria del niño o del joven salta el resorte que lo zarandea como el mero lector que ha sido y le inyecta, como un veneno benévolo, la voluntad imperiosa de componer él sus propias historias o sus propios poemas, esto es, de reescribir el rastro efímero de su propia vida, que a fin de cuentas es lo que hace la literatura? Me planteo esto porque, si hoy he venido hasta aquí, reclamado por una institución académica para hablar de lo que para mí suponen y supusieron los libros, me consta que ha sido únicamente en calidad de individuo que ha ido escribiendo unos cuantos libros y que luego ha tenido la osadía o la oportunidad de publicarlos: más aún, si hoy he venido aquí ha sido avalado por el meritorio y a la vez abrumador título de poeta, y no como el lector particular y un tanto azaroso que fui y creo seguir siendo. ¿Cuándo y con qué excusa aparté a un lado La canción del pirata, o el socorrido arrimo de las Rimas de Bécquer, y busqué un bolígrafo y un papel donde expresar a mi manera lo que ya no me cabía dentro del pecho ni quería morirse en la soledad de un sentimiento vacío de palabras? No sé cómo ni cuándo se me deslizó el primer ramillete de versos, ni sé cuánto tiempo hubo de pasar después para que al suceso, ya consumado, fuese legítimo concederle el altísimo calificativo de poema. Podría darle dos sonoras bofetadas a mi mala memoria y reinventar ahora para ustedes la situación exacta en que se produjo aquel primer alumbramiento, propiciando incluso un efecto entre distraído y trascendente, con adornos ocasionales que fijaran una anécdota del estilo de la que Pablo Neruda pone en un capítulo de su autobiografía; y si lo considero más despacio me convenzo de que es muy probable que sucediera más o menos así, como un juego de palabras semirrimadas que se mezclaran con la angustia y la tristeza en el iceberg de una emoción intensa y extraña, sin duda irremplazable, cuya causa, sin embargo, no sabremos concretar porque se nos extravió mientras nacía, en el secreto limbo de la inspiración. Pero dejémonos de conjeturas baratas: cada vez que yo escribo un poema tengo la obligación ética y estética de sentirlo como el primero que escribo y, del mismo modo, también como el último que habré escrito, porque la poesía se nutre del instante único, de lo inédito universal, de lo que no se puede sentir ni decir de otro modo que no sea ése, y el instante que lo inspira y el poema que de ahí resulta se pertenecen de por vida, salvo que será en el seno de cada lector donde germine nuevamente su aventura y su triunfo. Si se trabaja con un mínimo de honradez, si todo afán se supedita a la autenticidad, entonces el primer poema es cada uno de los poemas que uno ha escrito; y para que los signos lleguen a la pluma del poeta y se impongan a la luz de su talento y de su oficio hizo falta un camino previo, hicieron falta muchas páginas escritas por otros, centenares de páginas leídas y releídas y casi memorizadas hasta hacerlas nuestras. En palabras de aquel cartero de la ficción que tan entrañablemente sirvió a Neruda en su exilio italiano, “la poesía no es de quien la escribe, sino de quien la necesita”, y yo añado que muchos de los lectores que un día nos alimentamos de los poemas de Neruda hemos acabado escribiendo nuestros propios poemas para decirnos a nosotros mismos, para que, con un poco de suerte, otros lectores sacien en ellos, también, su necesidad.
Empleé hace unos minutos la expresión seductor seducido, porque es en el circuito de esta aparente paradoja donde, a mi juicio, con más tino se define la categoría del lector: alguien que se deja arrastrar por la llamada de un título y de una historia, o, si se quiere, de un sentimiento cincelado en versos, pero un título y una historia o unos versos a los que, al propio tiempo, ese lector les está inyectando su experiencia de vida para abocarlos poco a poco hacia su mundo íntimo, hacia ese dominio particular de cada uno que será sin duda intransferible. Cada acto de lectura posee la facultad soberana de recrear, o de volver a crear por y para sí mismo, todo cuanto el texto le proyecta, según la manera de ser y de entender y de sentir del sujeto que lo lee, según su percepción de las cosas; y resulta ocioso admitir, de tan obvio, que esa perspectiva será siempre singular y única, y que siempre diferirá en poco o en mucho de la que alienten el resto de lectores que haya tenido o tenga o vaya a tener un determinado texto. Es ya un lugar común afirmar que hay tantos quijotes como lectores suma El Quijote, o tantas islas del tesoro como lectores acumula La isla del tesoro, porque es condición del discurso literario modificar su mensaje dependiendo de quien lo lea -como también aquella sonata de Mozart sonará distinta según quien la interprete-; de ahí la multiplicación de matices y sentidos que genera cada acercamiento a una obra con vocación estética, con más motivo si hablamos de lo que entendemos por un clásico, pues si lo es, si se admite su estatuto de clasicidad, es porque alberga en su seno el potencial benefactor de una onda expansiva que surte efecto y se enriquece en la promiscuidad de lo diverso, o lo que es lo mismo, en cada lectura. Pero deberíamos tener mucho cuidado a la hora propalar juicios de valor cuando de antemano jugamos la baza de la indefensión del receptor: los niños y los jóvenes, y con menos frecuencia también otros colectivos de cierta edad y cultura, han de soportar la sanción previa de la obra incontestablemente canónica -que para eso postulan sus galones los sermoneadores de turno, sean profesores o críticos profesionales o simples contertulios-, actitud con la que se siega de raíz cualquier atisbo de opinión, cualquier criterio que se desvíe del consenso, y así, de paso, a lo mejor desde el patronazgo de las buenas intenciones, lo que de verdad se está gestionando es la frustración y el desapego, si no el oscuro destino de un lector malogrado de por vida. Sé de muchachos de mi generación, hoy ya más creciditos, que no quieren ni oír hablar de La Celestina o del Quijote porque en su etapa escolar tuvieron que afrontar la magnitud de esas obras a golpe de programación, y luego rendir cuentas en un examen donde no se admitía más opinión que la del manual de uso. A don Miguel de Cervantes, en efecto, nunca se le ocurrió que su fábula se usaría para martirizar a la juventud española de los siglos venideros, sino para entretenerla y divertirla, y, con un poquito de suerte, para transmitirle una serie de valores que son indisociables de su aliento y de su génesis. No me resisto -a propósito de todo esto-, no me resisto a citar esta tarde, aquí, un par de fragmentos de una novela de Andreu Martin (Espera, ponte así, Tusquets Ed., 2001) en la que uno de los personajes expresa con suma contundencia, con alivio, lo que yo he querido decir: “No me gustan los clásicos porque no se puede ser crítico con ellos. Si te dan cualquier libro recién publicado, tienes absoluta libertad para opinar que es un bodrio, o puedes decir simplemente que no te gusta. Y no pasa nada. A veces incluso conviene decir que no te gusta, para quedar bien, aunque te haya gustado, eso te hace parecer más inteligente. Cuando te dan a leer un clásico, en cambio, tiene que gustarte por fuerza. No puedes leerte el Ulises de Joyce y decir que es una mierda. No puedes decirlo ni en broma, ni aunque te parezca de verdad una mierda”; o este otro, de una irreverencia nada desdeñable en los tiempos que corren: “Borracho, acodado en la barra del bar, le digo a mi vaso que Chejov era un pelmazo y que Shakespeare está apolillado y que Cervantes y Lope de Vega son insoportables. Y me río. Me río feliz como se ríen los niños cuando juegan a decir palabrotas. ‘Puta, cojones, cabrón, Molière es una mierda pinchada en un palo’, y jajajá. Hablamos de genios como los católicos hablan de santos, es cierto, y de obras de arte como ellos de milagros, y de la Posteridad como ellos del Paraíso, y de la Mediocridad como ellos del Infierno […]”. Ahí queda eso, y que cada cual saque sus conclusiones sobre la estrategia que se ha de seguir no sólo en las escuelas y en los institutos y universidades, sino sobre todo en esos hogares de familia moderna donde los televisores se cuentan por habitaciones; la mía, mi conclusión, es que la conclusión definitiva le compete al lector, siempre al lector, a cada uno, y que para ello no es sensato prejuzgar ni al autor ni a su obra, ni condicionar su criterio más allá de lo indispensable, que viene a ser casi nada.
Y ahora me van a permitir, a cuento de los seductores seducidos que dejé atrás, recuperar en este marco dos momentos emocionales que me pertenecen por derecho y en los que me gusta regodearme de tarde en tarde, porque jalonan y ennoblecen el mito siempre enigmático de la primera vez; dos momentos que hasta hoy nunca había comunicado con un público y que, por supuesto, jamás se me habría ocurrido ligarlos en mi pensamiento si no es porque me lo brinda la ocasión. Dice la sabiduría de la paciencia que para todo hubo una primera vez, y no voy a ser yo quien lo discuta; muy al contrario, en mi peripecia de hombre de libros que habitó una casa donde no había ninguno, se erigen, como digo, dos recuerdos de un alto contenido sentimental en los que no podía faltar la sombra benévola de mis padres, aquellos padres no lectores que miraban el libro y sus alrededores con un respeto casi supersticioso. Son dos imágenes que se complementan inevitablemente en la reinvención mítica de mi propio pasado, pues si una apela al futuro escritor que aún no sabía que no sabría dejar de serlo, la otra se regocija en el entusiasmo de aquel lector adolescente que inauguraba su biblioteca de adulto. Hablo, primero, del día en que mis padres me llevaron a la vecina localidad de Caravaca para comprar, en una tienda de la calle Mayor que no sé si todavía existe, una máquina de escribir de color verde, una olivetti-lettera 32 que conservo en buen estado aunque ya no la uso, una máquina hoy definitivamente relegada y obsoleta con la que entre mis trece y mis veintiocho años mecanografié una buena parcela de la selva amazónica. Creo no exagerar si digo que nunca he recibido un regalo que me deparase más quilates de placer en bruto que aquella sencilla máquina, ni encuentro ahora los vocablos que sepan pronunciar la fascinación casi morbosa que me poseyó desde esa misma noche, cuando la dispuse como un altar sobre la mesa del comedor y asistí a la insólita magia de la tinta en el papel tras el estallido de la tecla sobre el rodillo, el golpe seco de cada una de las teclas mayúsculas y minúsculas, pues las quise probar todas esa misma noche, desgranando del fluir de mi conciencia nombres de personas y de cosas, palabras sueltas, o esos versos que mi memoria se sabía porque estaban en las selecciones del colegio. Y el otro, el segundo momento, que se decanta del lado del bibliófilo en ciernes, se resume en la adquisición de mi primer libro no académico, Verso y prosa se titulaba, una antología no muy gruesa editada en Cátedra y autorizada por el poeta vasco Blas de Otero, a quien yo me había aficionado gracias a la providencia de un tal Fernando Lázaro Carreter, quien lo incluyó en el manual de literatura que por esa época manejé en el instituto. Recuerdo con bastante nitidez que aquel librito lo compré en El Corte Inglés de Murcia, adonde había llegado con mis padres en un autobús de línea que entonces tardaba dos horas desde mi pueblo; ellos se fueron a despachar algún asunto de médicos, que era lo único que podía traernos a Murcia, y a mí me dejaron con cincuenta duros en el bolsillo. Todavía me adivino a mí mismo sentado junto al enorme escaparate que hace esquina, entre gentes urbanas y perfectamente ajenas que van y vienen a la velocidad de las ciudades, yo hojeando aquel tesoro, aquel ejemplar de pasta negra que temblaba de una extraña emoción entre mis manos, recitándome hacia adentro la enigmática verdad de unos versos -“si he perdido la vida, el tiempo, todo / lo que tiré, como un anillo, al agua; / si he perdido la voz en la maleza, / me queda la palabra”-, mientras aguardaba el regreso de mis padres para irnos a un banco de la plaza Redonda a comernos el bocadillo de calamares con tomate que traíamos en una bolsa, y luego caminar hacia la estación de San Andrés para ingresar en el único autobús de la tarde, avanzando entre el ruido de los coches y la seriedad de los semáforos con ese aire desacostumbrado de quienes no pueden ocultar que son de pueblo.
Llegó un momento, que yo sitúo hacia los catorce o quince años, en que aquel antiguo hábito de leer y la insobornable necesidad de escribir se solaparon para conjurarse en una empresa común, indisociable. El instinto de la escritura se fue apoderando de mí de un modo silencioso pero tenaz, como resistencia activa frente al azote del tiempo y la desmemoria, como modelo de salvación frente al olvido, como razón de ser y de existir, como estrategia para forjar mi identidad, como destino en suma. En un principio acusé una fortísima concienciación social, solidaria, expansiva, gracias sobre todo al ya mentado Blas de Otero y a algunos fragmentos de Antonio Machado o de Miguel Hernández, pero también a la sombra cómplice de Gabriel Celaya, de Mario Benedetti, a quien continuamente estaba sacando en préstamo de la biblioteca municipal, e incluso de Gloria Fuertes, cuyos juegos de palabras me impresionaron en ese ascenso inicial hacia la poesía. Y, de repente, un día me sentí protagonista en la dudosa travesía de la historia: era el mes de octubre de 1982, yo tenía quince años y acompañé a mi abuelo, ya septuagenario, a la plaza de toros de Murcia, para ver y escuchar el mitin de un tal Felipe González, candidato a la presidencia del Gobierno de España cuyo partido había acuñado como eslogan el efectista y efectivo “por el cambio”. Al regresar de aquel evento multitudinario y triunfal, seguramente seducido por la púrpura exultante de los tiempos, puse mis dedos sobre la olivetti y fui ensartando a mi vez una ristra de versos de compromiso que ahondaban en la idea del cambio desde una perspectiva que, así lo pienso, huía de la tentación panfletaria, queriendo para sí un giro más universal, más literario y perdurable que el que arrastra la jerga previsible de la política. Puedo admitir sin sonrojo que ése es uno de mis primeros poemas, o al menos uno de los primeros que nació siendo consciente de serlo, y más tarde le otorgaron un premio en el instituto y hasta me lo publicaron en un programa de las fiestas del pueblo, lo que significó un acicate sin precedentes para mi orgullo maltrecho. Sólo unos meses más tarde pasó lo que tenía que pasar, porque a todos nos pasa aunque no siempre sea grato recordarlo: el muchacho tímido se tropezó casi sin querer con algunos amores y con sus desamores respectivos, de esos que nacen y no se reproducen y mueren en el intervalo de pocos días y que lo dejan a uno con la triste alegría o con la alegre tristeza que se adhiere al rostro de los pupervivientes de un naufragio, pero amores de avanzadilla, a fin de cuentas, o desamores que fueron preparándole el terreno al Amor de la mayúscula, a ese sentimiento que siempre nos revela la dulce tiranía del destino y que, arrebatado y lúcido, imposible y doloroso y mágico, gravitó sobre los años contradictorios de mi lejana juventud mientras buscaba amparo en los poemas de Neruda y de Cernuda y de Vicente Aleixandre. Fue entonces, poseído por una fuerza ajena que ideaba por mí las analogías y las metáforas que descifran el mundo, cuando hallé consuelo y terapia con la escritura de los poemas de mi primer libro, El otoño de los tristes, forjado a los diecisiete años y puesto en circulación editorial una década después. Lo dije hace un rato y ahora lo repito por si no se me oyó: los libros me han salvado la vida varias veces, pero fue éste que nombro, con seguridad, el que me la salvó cuando menos asideros tenía, y conste que no hablo en sentido figurado ni pretendo alimentar ningún misterio.
No conozco a ningún buen cocinero, de los que cuidan la calidad del producto y los procesos de elaboración y la estética del plato sobre la mesa, que no haya sido antes un comensal agradecido; y lo más corriente es que éste y aquél, el comensal y el cocinero, cohabiten durante toda su vida en un discreto equilibrio donde el uno y el otro aprenden y disfrutan de la reciprocidad de su pasión. Me sirvo de este símil culinario para abundar en mi antiguo convencimiento de que lectura y escritura deben ir de la mano en la senda del aprendizaje del niño, del adolescente, es casi un requisito de la mejor escuela el acertar a conectarlas en la fe de su objetivo, y creo, además, que la buena pedagogía y el sentido común son los que trabajan en esta dirección compartida, preocupándose de dinamizar una alternancia siempre enriquecedora, siempre alentadora, entre el noble acto de leer, esto es, de interpretar los signos que escribieron otros, y el no menos noble de articular los nuestros propios para que otros puedan interpretarlos o, lo que es igual, para que otros nos interpreten a través de nuestros signos. Aunque he sido convocado a este encuentro bajo la divisa de creador, o de poeta, no me podré callar que desde hace casi tres lustros vengo ejerciendo labores de profesor de Lengua y Literatura en varios institutos de la Región, y que como tal he tenido y tengo la oportunidad de tomarle el pulso cada día a ese virus del desapego y la desidia que arrastran a su paso las nuevas hornadas de alumnos de secundaria. Es obvio que ni la tengo ni he patentado ninguna fórmula maravillosa que sepa reparar los estragos que las sucesivas leyes educativas de los sucesivos gobiernos han ido ingeniando y propagando con sus buenísimas intenciones -de las que no hemos de olvidar que el infierno está lleno-, pero no quisiera irme de aquí sin hacer una mención expresa, siquiera sea de pasada, e incluso recomendar con toda la humildad del caso, tanto a los maestros y profesores como a las familias, un par de títulos ya clásicos que podrían iluminarnos en los momentos de desánimo,  que deberían estar siempre ahí, en la mesilla de noche, siempre al alcance de quienes nos arrogamos la responsabilidad de transmitir el goce del libro y su importancia fundamental en la aventura de la vida, y asimilarlos no ya como recursos didácticos directos, que también, sino como dos estupendos ejemplos de concienciación didáctica para no perder definitivamente la perspectiva de las cosas. Se trata de dos miradas de referencia ineludible, o eso entiendo: la primera, Como una novela (ed. p. 1992), de Daniel Pennac, se decanta del lado de la lectura entendida como lo que fue en su origen, como placer, y despliega una serie de estrategias bastante elementales pero muy lúcidas que arrancan de la consabida tesis inicial -“el verbo leer no soporta el imperativo”, aversión que comparte con otros verbos como amar o soñar-, y que concluye en el decálogo de los derechos del lector, tales como el derecho a no leer, o a saltarse páginas o a no terminar lo que no le esté gustando, acogiéndose al principio de la no obligatoriedad, al no tener que rendir cuentas escolares ni de ninguna otra estirpe mientras se pone la dudosa excusa de una novela o de unos poemas. El otro título, más antiguo, es Gramática de la fantasía, del maestro italiano Gianni Rodari, un ensayo sembrado de sugerencias y de propuestas prácticas sobre cómo hacer para que la imaginación de los niños se active y vayan creando ellos mismos sus propios textos, sean imitativos o libres, en prosa o en verso, individuales o colectivos; su criterio, que a mi modo de ver participa de la filosofía de la lectura que adoptó después Daniel Pennac, se puede advertir en el siguiente fragmento: “El encuentro decisivo entre los chicos y los libros tiene lugar en los pupitres del colegio. Si se produce en una situación creativa, donde cuenta la vida y no el ejercicio, podrá surgir ese gusto por la lectura con el cual no se nace, porque no es un instinto. Si se produce en una situación burocrática, si al libro se lo maltrata como instrumento de ejercitaciones (copias, resúmenes, análisis gramatical, etc.), sofocado por el mecanismo tradicional del examen-juicio, podrá nacer la técnica de la lectura, pero no el gusto. Los chicos sabrán leer, pero leerán sólo si se les obliga”. Yo, en mis clases, desde hace algunos cursos, he optado por poner en práctica un programa de lectura rotatoria que no tiene el menor secreto: simplemente, a primeros de octubre me llevo al aula una serie de novelas que dormitan en la estantería del departamento, elegidas según mi criterio, y establezco un calendario para que vayan pasando de manos. No hay examen, no investigo con vistas a una calificación; tan sólo tomo nota de lo que va leyendo cada cual, de si se lo ha dejado a medias y por qué, de qué les está gustando más y qué les está gustando menos, y es apenas al final del proceso, en junio, cuando les proporciono una ficha para que me transmitan sus impresiones sobre este procedimiento. En cuanto a la otra parte, la que concierne a la escritura creativa, también desde hace varios cursos he perfilado poco a poco el modelo de una iniciativa que, si se me permite la inmodestia, puedo certificar que funciona excepcionalmente bien, al punto de que algunos compañeros de mi actual centro ya la están aplicando con distintas dosis de entusiasmo, que se puede medir por el grado de gratificación emotiva que tanto para la familia del alumno como para el alumno y para el profesor lleva consigo la experiencia: programo una autobiografía por capítulos, este año en concreto son veinticuatro capítulos, capítulos de algo más de una página que ellos me van entregando según unas pautas básicas y de acuerdo con un calendario semanal fijo que deben respetar inexcusablemente; yo los leo y los corrijo uno a uno, salvo impedimentos mayores, y ellos los van limpiando de faltas y de otros vicios de redacción hasta que, al fin, allá por el mes de mayo, los capítulos se someten al último lavado, se uniforman los criterios de la presentación y les hago encuadernar un par de copias, con su portada, su índice y hasta su dedicatoria personalizada. Este adiestramiento suelo hacerlo en el primer ciclo de la ESO, para después, en el segundo ciclo, incitarlos con otro programa muy similar en sus cauces, pero más desligado de su yo íntimo, con propuestas más arriesgadas de relatos cortos y de poemas dirigidos, abiertos al ancho campo de la ficción.
Voy terminando, con independencia de que el final de mis palabras pueda ser el principio de una larga tertulia. He titulado esta charla Leer para vivirla, una frase que, con toda intención, invierte la que Gabriel García Márquez puso al frente de sus memorias, Vivir para contarla. Y me parece que no hará mucha falta explicar el porqué de este juego cómplice después de todo lo que ya he dicho. Nuestra vida, en efecto, está llena de instantes mejores y peores que se suceden en la línea del tiempo que nos haya reservado el destino; y las posibilidades de optimizar experiencias se limitan no sólo a ese tiempo, sino también al espacio, las cosas como son, no tenemos más tiempo que el que tenemos y hay lugares en los que nunca estaremos, es nuestra propia individualidad la que acota cuanto hemos de vivir. Pero aun así queremos más, aspiramos a más, no nos parece bastante agotar nuestro mundo en el interior de la jaula que nos imponen las leyes físicas, y es ahí donde la fantasía de la que nos sabemos dotados salta las bardas y busca otros mundos, anhela otras vidas aparte de la nuestra, y surgen entonces las historias y los cuentos, las ficciones que vagan entre lo que fue y lo que pudo haber sido, la literatura, los libros. Cuando leo una novela, soy todos los personajes al mismo tiempo, y viajo con cada uno de ellos adondequiera que ellos viajen, y digo y pienso lo que cada uno de ellos piensa y dice, y siento lo que ellos sienten aunque unas veces lo haga desde la simpatía y la complicidad y otras desde la animadversión o el desacuerdo. Por eso me gratifica la lectura, porque mi horizonte de vida se amplía de una forma insospechada, y por unos minutos o por unas horas soy un hidalgo loco que se hace armar caballero, o una regenta insatisfecha de su suerte que se deja tentar por la pasión, o un pirata romántico cuyo barco es su tesoro y su única patria la mar, o cualquiera de las infinitas posibilidades que la imaginación humana quiso poner al servicio de la palabra, de las palabras. “No hay espectáculo más hermoso que la mirada de un niño que lee”: la frase no es mía, la cojo prestada del discurso que leyó Günter Grass en 1999, con motivo de la recepción del Premio Nobel de Literatura. Es una idea que me subyugó hace una década y que luego, por partida doble, he tenido la oportunidad de festejar observando de cerca a mis dos hijos. La mirada de un niño que lee, en efecto, es un hermoso espectáculo que cualquiera de nosotros, adultos tal vez con hijos, o con hermanos o sobrinos de corta edad, podría espiar durante unos instantes: es una mirada limpia, emotiva, un encuentro dichoso que va del asombro a la ternura, un modo de aproximación a los signos en que no será difícil palpar el flujo incesante de imágenes que circulan en esa distancia mágica entre los ojos inocentes que construyen y hacen suyo un significado, y el texto que devoran en silencio, espacio en el que se condensa el nivel de abstracción activa, recreativa, y fructifica la necesaria complicidad que define al arte de la literatura. Voy a clausurar mi alegato con palabras de un autor cuyas historias me han deparado instantes de felicidad que de otro modo no hubiera alcanzado nunca, un novelista de prestigio -el portugués José Saramago- que en una reflexión sobre la vigencia de los libros desliza una maravillosa vuelta de tuerca que es también, como el hermoso espectáculo de la mirada de un niño que lee, una imagen casi tangible, definitiva, reveladora de esa sutil alianza entre lo que somos y lo que leemos: “Hay un momento que es verdaderamente extraordinario en la lectura: cuando uno la interrumpe. Cuando uno está leyendo tiene el libro con las hojas abiertas, pero de pronto levanta la vista del libro y mira adelante. Se suspende la lectura, algo ha ocurrido, algo mágico: es como si la lectura quisiera transportar al lector a otro universo. Y es que el lector, al levantar la mirada, se está mirando a sí mismo”.
Muchas gracias por la atención.

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